Luis López Rodríguez
Vecinos
Estaba sucediendo, era su vida y era real. Se quedó todavía un rato sentado sobre la cama sin saber qué hacer. En realidad no había nada que hacer. Apretó los ojos con las manos. Volvió a destaparlos. Respiró hondo. Nada había cambiado. Era su vida y era real. Todo acabaría en unas horas. Todo volvería a empezar.
Se dirigió a la cocina con intención de prepararse un café, pero mientras avanzaba por el pasillo no pudo evitar desviar su mirada hacia la habitación de los niños, dormían. Era una bendición. Entró muy despacio, sin apenas hacer ruido, sólo quería quedarse así, mirándolos en la penumbra mientras dormían. Angelitos. En cuanto notó que se le iban a saltar las lágrimas volvió a salir y se metió de nuevo en la cama dispuesto a mirar el techo hasta que los niños se despertaran o hasta que empezaran a llegar los vecinos. Tenía que ser paciente. Y fuerte. No quería pensar, además no había nada en que pensar, al menos nada en lo que mereciese la pena hacerlo. Cogió la novela de Robert Walser del suelo y empezó a leerla, una vez más. Cuando llegó a aquel párrafo, aquel que en otro tiempo hiciera suyo, aquel párrafo que siempre había considerado cargado de simbolismo y sabiduría, y ya no lo entendió, como si una mano negra lo hubiera contaminado, como si hubiera mutado su sentido, de repente aquellas palabras que otrora conseguían sacarle una sonrisa, ahora sólo le parecían deprimentes. Mientras leía la última frase, <<De viejo me veré obligado a servir a jóvenes palurdos jactanciosos y maleducados, o bien pediré limosna, o sucumbiré>>, notó como el corazón se le escapaba del pecho y un escalofrío le recorría el cuerpo de arriba abajo. Sí, las cosas se habían puesto muy difíciles. En esos momentos sintió envidia de Walser, de aquella locura suya tan lúcida que le había llevado a recluirse en un manicomio hasta que la muerte salió a su encuentro durante uno de sus interminables paseos por la nieve. Él, o más bien su conciencia, no podía permitirse esos lujos. Allí estaban Arturo y Jacobo para recordárselo. Los escuchó cuchichear, habían despertado.
Tenía ganas de verlos, de abrazarlos, pero nada más. No quería preguntas ni dar explicaciones ni palabras de ningún tipo. Ellos se dieron cuenta en cuanto lo vieron, se metieron uno por cada lado de la cama y se pegaron mucho a él. Los estrechó fuerte contra su pecho, quería conservar ese momento, prolongar esa ternura tanto como fuera posible. Los tres se sintieron bien, más fuertes y unidos que nunca.
Los vecinos no tardaron en llegar. Estaban preparados para ofrecer tanta resistencia como fuera necesaria, no iban a permitir que se perpetrase aquella injusticia. Al principio los dejó hablar, asintiendo a todo cuanto decían, pero a medida que se acercaba el momento se iba haciendo más consciente de que no podrían evitarlo. Los mandó callar a todos y pidió que le escuchasen. Necesitaba colaboradores para bajar los muebles a la calle. Lo miraron con incredulidad, no podía estar hablando en serio.
Pero insistió, no había nada que hacer. En vano intentaron convencerle, la decisión estaba tomada.
Cuando llegó la policía los muebles estaban en la calle y la casa vacía.