Bernardo Sartier
El hombre equivocado
En 1953 Cristopher Emmanuel Balestrero fue detenido entrando en casa. A Manny Balestrero se le acusó de haber atracado una aseguradora.
En la rueda de reconocimiento dos empleadas juraron que él era el asaltante. A Manny, que tocaba el contrabajo en un club chic de Nueva York, le tomaron las dactilares, lo ficharon, lo despojaron de sus pertenencias y lo enchiqueraron, no sin antes pasearlo, para su identificación, por algunas tiendas en las que supuestamente había chorizado. Manny no se separó de su rosario. Un madero que participó en su arresto dijo que nunca había dado con un mangui que aparentase tanta bondad. Bingo.
Manny era el marido ideal, papi cariñoso al que sus vástagos adoraban y un hijo que no dudaba en recorrer Manhattan para asistir a su madre, anciana delicada de salud. Manny salió de prisión gracias a que sus amigos y familia agenciaron los seis mil pavos de fianza de entonces.
Enjuiciado y nuevamente reconocido en sala por las empleadas de la aseguradora, un defecto formal obligó a recomenzar el proceso. Manny flipaba. Se sentía condenado de antemano. Pero entonces se confirmó lo que el fino olfato de aquel sabueso había anticipado: apareció el verdadero culpable, una fotocopia de Manny. Lo identificó un fornido tendero, que lo retuvo en su tienda bate de béisbol en ristre, hasta su detención. Su confesión exculpó a Manny he hizo que las empleadas de la aseguradora buscasen un saco donde meter la cabeza. Errónea -o alegremente- habían sostenido que él era el ladrón. La mujer de Manny pasó tres años en una institución de salud mental, segura de la injusticia perpetrada con su marido, un santiño para ella.
Maxwell Anderson glosó este suceso real en un inquietante libro y el maestro Hitchcock lo narro en una extraordinaria película, "The Wrong Man".
Viajemos ahora a España y a los noventa. Valentín Tejedor secuestra, viola y mata a la niña Olga Sangrador, nueve años. Luego la entierra en un pinar de Villalón de Campos. Paréntesis: Tejedor confirmó, con su hazaña, la máxima del escritor Thorton Wilder: el mundo es una enorme pocilga y si quitásemos las casas, los hombres los cerdos. En fin. Que todos los indicios apuntan a Tejedor, pero el cabrito no canta.
La bofia, hasta los huevos de su cerrazón pero convencida de su culpabilidad, cierra no obstante el atestado y lo presenta al juez Manuel García Castellón. La leyenda cuenta -si non e vero e ben trovato- que Castellón agota al interrogarlo todos sus recursos profesionales. Ha respetado el universo de garantías que la ley de enjuiciamiento criminal atribuye al imputado pero es consciente de encontrarse en un callejón sin salida. Entonces se dirige al nota: "De acuerdo, señor Tejedor. Usted no reconoce los hechos y yo no puedo hacer otra cosa que dictar un auto de libertad. Ahora bien, no sé cómo voy a impedir que lo liquiden cuando salga por esa puerta". Fuera, una turbamulta indignada, casi salvaje aporreaba persianas y puertas, en un tris de allanar el juzgado.
Querían linchar a Tejedor y entre el barullo se oye "¡Dejadnos a ese hijoputa que le vamos a enseñar a matar niñas!". Tejedor, infanticida pero no tonto, confiesa y conduce a la policía al pinar. Los telediarios muestran una imagen perturbadora: un investigador tuerce la cara de Tejedor hacia la fosa y le dice "¡mira lo que hiciste!"; él cierra los ojos y rehúsa dirigir su vista al cadáver. Difícil disciplina el derecho penal.
Respetar la presunción de inocencia para no equivocarse con un inocente y estrujar, al límite de la legalidad, a quien semeja culpable. Difícil para jueces, fiscales, abogados e investigadores. ¿Y el pueblo? ¡Ay el pueblo!. El pueblo frecuentemente libera sus pasiones incivilizadamente. Populacho cafre. Por eso, admirado y orgulloso yo, tan crítico habitualmente con mi ciudad, me reconozco en Pontevedra, que ante la desaparición de Sonia Iglesias se abstiene y deja hacer, con el reposo que el caso requiere, a los profesionales encargados del asunto. Un pueblo que omite, de paso, comportamientos propios de jíbaros, como algunos en los que unos cuantos vecinos y vecinas del niño Gabriel han incurrido.
Porque, aunque comprensible su indignación, pierden sin embargo la razón al producirse como chusma e impetrar para sí una justicia que tiene concretos responsables para su aplicación. Así que, esperanzado, aguardo a que si el caso Sonia concreta finalmente aquello a lo que apuntan medios e investigaciones -o no-, permanezcan los pontevedreses en todo caso como hasta ahora, o sea, haciendo gala de idéntico civismo que en las manifestaciones que pedían su vuelta. Serenos, pacíficos y educados. Porque repito, no es a nosotros a quien compete hacer justicia. Solo, como decía la visitadora de cárceles, odiar el delito y compadecer al delincuente.