Kabalcanty
Sobrevivientes (34)
Atravesé la ciudad con el mismo revuelo militar, o acaso más, que un par de horas atrás. Pasé dos controles y en el segundo un cabo me advirtió al devolverme mi identificación.
— Le aconsejo -me dijo, humeándole el casco mojado- que vaya a su casa lo más rápido que pueda, probablemente según avance la noche se dará el toque de queda.
Le intenté preguntar por la razón pero me hizo un signo inexorable para que continuara mi camino.
Me adentré por las callejas que me llevaban a mi casa ya vivamente preocupado. La gente por las calles era más escasa todavía que de costumbre y ni siquiera las fogatas que se organizaban todas las noches daban señal de existencia. Quería que alguien me diera alguna razón del despliegue militar y que, sobre todo, estuviera equivocado de mi sospecha. Al fondo de un callejón de la zona más miserable del barrio vislumbré el resplandor inquieto del fuego.
Llegué al portón de hierro entornado por dónde se escapaban los destellos de las llamas y dije entre la rendija: "Buenas noches, compañeros. ¿Hay hueco para mí?". En unos segundos apareció un ojo oscuro por el resquicio e hizo chirriar el portón.
— Pasa, pasa y cierra "escapao" que ya han venido dos veces los militarotes a decir que nos vayamos a tomar por culo.
Me dijo un hombre vestido con harapos y abundante barba entrecana. Alrededor de un bidón cortado por la mitad se calentaban cuatro hombres y una mujer de rostro renegrido.
— Hola, amigos. Me llamo Jesús y vivo aquí cerca.
Todos gruñeron en un saludo y depositaron sus miradas soñolientas sobre mi persona.
— Echa un trago; es matarratas pero entona.
Me dijo la mujer, esbozando una medio sonrisa mellada. Parecía joven pero tan sucia y mal vestida que se hacía incalculable su edad.
Tomé el cartón de vino y lo incliné para darle un buche.
— La Dori se deja follar por tres euros -me dijo el tipo de mi lado, chocando su codo con el mío- así que si tienes algo de pasta ya sabes.
Todos rieron menos ella que se revolvió furiosa.
— ¡Y si yo quiero, maricones!
Aplacaron el regocijo quedándoseles fija la mueca en la boca.
— No les hagas caso -me dijo la Dori, poniéndose a mi lado frente al bidón candente- Es la envidia porque saben que estos muertos de hambre ninguno me ha tocado un "jodio" pelo. ¿Sabes?
Acerqué mis manos a la hoguera y respondí a la mujer alzando las cejas.
— Me suena tu jeta......... ¿Te suena la mía, pastelito?
Me dijo la Dori sacando pecho entre un destartalado abrigo.
Volvieron a reír todos.
Sonreí y me hice el desentendido volviéndome al resto de la comparsa.
Al fondo del portalón, en lo que permitía el resplandor de la hoguera, se veía una oscura escalera desvencijada por dónde chorreaba la lluvia a un lado de los peldaños.
— Lo que de verdad no me suena nada es que todo el ejército ande por aquí. -solté para llevar el tema a mi terreno.
Comenzaron a exclamar maldiciendo a los militares.
— Estos hijos de puta lo que nos van a joder es la noche -dijo uno, tal vez el más viejo- ¡Malditos fascistas!
— Nos quieren mandar a criar malvas a toda leche -dijo la Dori acercándoseme de nuevo- pero si tú y yo nos entendemos....... hasta podemos hacerlo festivo.
Alguno celebró con guasa la última frase de la mujer mientras otros seguían despotricando contra los militares.
— Y todo porque buscan a un medicucho -dijo el tipo barbudo que me abrió el portón.
Me moví unos pasos para irme hacia el lado de él y dejar los "encantos" de la Dori.
— ¿Un matasanos? -le pregunté, ya a su lado
— Como te lo cuento, colega. Se lo escuché a un sargento a la puerta del edificio que fue la iglesia de San Patricio que es donde han montado el tinglado general. Estaba muy cabreado y les daba la charla a una patrulla de soldaditos cagados de miedo.
— No tendré la puta suerte -dijo otro, mientras yo cavilaba que lo que acababa de oír confirmaba mis presagios- que les entre a todos estos la enfermedad esa y se los lleve a todos al hoyo antes que a mí. ¡Me cago en la puta vida!
No lo dudé más: me di la vuelta, tiré del portón y salí al callejón. Tenía que llegar pronto a casa y ponerles en antecedentes.
— ¡Eeeeeeeehhhhh, tú! -escuché la voz de la mujer a mis espaldas- Ya sabía yo que tú eras un puto maricón de mierda. ¡Corre con tu mamá, cabrón!
— Si te vuelves a pasar por aquí, te abro en canal, hijo puta.-dijo otro ya más lejano.
Apreté el paso sin ponerme la capucha del impermeable y llegué a la casa con la cabeza humeante y escocida.
Genoveva y el viejo K. conversaban sentados en unas sillas en torno a la mesa camilla. Estaban aseados y se habían vestido con ropas mías y algunas que conservaba todavía de mi esposa. El doctor Amedo, tumbado en el único sillón, permanecía con los ojos entornados con la rodilla vendada y sujeta con dos cucharones de madera a cada lado atados con bramante.
Los de la mesa sonrieron al verme llegar y el médico giró la cabeza y me preguntó por Carmen nada más cerrar la puerta.
— No estaba en casa, doctor. Llamé a otras puertas pero nadie me abrió.
Amedo dejó caer la cabeza sobre el reposabrazos y suspiró sonoramente.
— Pero también hay otra cosa que tengo que deciros: los militares andan como locos por toda la ciudad buscando al doctor. Las calles están tomadas por ellos y van a dar el toque de queda ya mismo.
Genoveva y K. se quedaron mudos unos segundos, apoyadas las manos sobre la mesa y mirándome alternativamente.
— Hay que salir de esta ratonera cómo sea -dijo ella desechando su inmovilidad y yendo al sitio del médico. -Doctor, tiene que hacer otro esfuerzo. Encontrará a su mujer y se reunirán pero lejos de aquí. Vamos, señores.
Seguidamente Genoveva fue al cuarto de baño, por llamarlo de alguna manera, y comenzó a coger medicamentos y vendas del armario sin puerta que atornillé cuando era hombre activo.
— En el Albergue habrá alguna silla de ruedas en condiciones - me dijo K. quitándose un instante el pringoso sombrero de paja para rascarse la calva.- Largarnos o morir seguro.
— Hay que salir de aquí rápido y no me parece buena idea ir por las calles tirando de una silla de ruedas. Pensemos una solución mejor pero ya mismo. Joder, Jesús, ¿cómo puedes apañarte con este hilo de luz?-añadió Genoveva desde el retrete.
— Pasando del todo de los espejos.
Pero yo me fijaba en K.: limpio, afeitado y vestido decentemente, sentado sobre el borde de la mesa camilla y retocándose el ala roída de su vetusto sombrero.
— ¿Estás seguro que no nos hemos visto alguna vez? -aproveché para preguntarle aunque no viniera a cuento.
Sin que tuviera una respuesta del viejo K., descubrí las gotas de sangre que seguían el rastro al baño de la enfermera.