Luis López Rodríguez
Ay, Juana
Mi abuela Juana tiene 94 años, es pensionista, pero no acudió a la manifestación para protestar por la subida del 0,25% en las pensiones aprobada por el Gobierno. Primero porque su estado de demencia le impide hablar, caminar o entender lo que sucede a su alrededor, y segundo, porque aún en el caso de que hubiera estado en condiciones de poder asistir, hubiera preferido seguir trabajando. No en vano tuvo que ser mi madre quien la retirara del negocio familiar a los 87 años, cuando empezaban a manifestarse los primeros síntomas de la enfermedad. Mal que me pese, la actitud de mi abuela no habría sido para mí un ejemplo de dignidad como el mostrado por buena parte de los mayores de este país hace unos días.
Mi abuela es/era la hormiguita en una casa de cigarras y con toda probabilidad le habrían parecido razonables las propuestas planteadas por algunos políticos durante las últimas semanas, como esa que recomendaba a los más jóvenes ir ahorrando dos euros mensuales desde el comienzo de su vida laboral para poder afrontar la jubilación con una cierta solvencia económica, una solvencia, que haciendo un cálculo rápido, rondaría los mil euros. Tampoco se habría planteado mi abuela, con toda probabilidad, la falta de vergüenza que implica por parte de un dirigente político, sugerir que lo más recomendable para garantizar su economía futura sería invertir en planes privados de pensiones, como si los impuestos que pagan esos trabajadores no tuvieran nada que ver con la garantía de gozar de una pensión digna cuando les llegue el día en que no puedan seguir trabajando. Tampoco le habría parecido un escándalo que el Estado, en lugar de crear dinero para destinarlo, por ejemplo, a aumentar las pensiones, lo destine a los bancos para que éstos puedan conceder créditos con los que obtener beneficios. No, a mi abuela esto no le habría parecido mal, porque ella entendía que quien más tiene es quien más debe ganar. No sé que le habría parecido a mi abuela esa otra afirmación según la cual las pensiones de muchos jubilados son más altas de lo que se afirma porque tienen una vivienda en propiedad, como si la vivienda pudiera considerarse parte de la pensión, como si hubiera sido el Estado el que pagara sus hipotecas. No sé, probablemente, no le habría prestado la menor atención.
En toda su vida, mi abuela no salió del bar que regentaba. Nunca salió de viaje, nunca se dio el capricho de comprar alguna extravagancia, nunca se le ocurrió que podría cerrar un domingo para descansar. No, ella trabajaba para ganar dinero, para forjarse unos ahorros con los que poder ayudar a su familia. Lo que mi abuela no sabe y ya nunca sabrá, es que ese dinero ahorrado durante años de un indecible sacrificio no bastan para cubrir los gastos derivados de su enfermedad. Unos cuidados, por otra parte, a los que debería tener derecho tras haber cotizado durante toda su vida.