Luis López Rodríguez
Nauru
Me gustaría pensar que los movimientos ecologistas están equivocados. Me gustaría pensar que quienes los integran son jóvenes santurrones que se desplazan en bicicletas cantando el 'Mi amigo Félix' de Enrique y Ana. Me gustaría pensar eso o todo lo contrario, quiero decir, que sus críticas a las políticas neoliberales que se aplican a lo largo y ancho del planeta responden al oscuro deseo de dar voz a un radicalismo apocalíptico que pretende devolver a la Humanidad a la Edad de Piedra. Me gustaría pensarlo, pero la realidad se empeña una y otra vez en darles la razón.
Una de las historias que mejor ilustra las consecuencias sobre el medio ambiente que tienen estas políticas, la recoge la periodista canadiense Naomi Klein en su libro "Esto lo cambia todo". Hablemos de Nauru.
Nauru es una pequeña isla ubicada en el Pacífico Sur anexionada al imperio alemán a finales del siglo XIX y convertida en protectorado de la Sociedad de las Naciones administrado por Australia, Nueva Zelanda y Reino Unido tras la Primera Guerra Mundial y hasta su independencia en 1968, si exceptuamos el breve periodo en que fue ocupada por tropas japonesas durante la Segunda Guerra Mundial.
Durante buena parte del Siglo XX los habitantes de este atolón de 21 km. cuadrados presumían de poseer una de las economías más prósperas del planeta, llegando en 1985 a tener el producto nacional bruto per cápita más alto del mundo. El secreto del éxito: una peculiar composición geológica que la convertía en un importante yacimiento de fosfato de calcio, un material de gran valor para la industria agrícola por sus aplicaciones como fertilizante.
El plan económico para la isla diseñado por los colonizadores se fundamentaba en una idea muy sencilla: explotar las minas de fosfato hasta agotarlas, o dicho de otro modo, hasta hacer la isla inhabitable. Como contrapartida, el Gobierno australiano se ofrecía a reubicar a los nauruanos dentro de su propio territorio, aunque el acuerdo sobre este apartado nunca llegaría a materializarse.
Los intentos de los gobernantes nauruanos tras la independencia para revertir la situación, invirtiendo buena parte de sus ingresos en sociedades inmobiliarias de Australia y Hawái, primero, y convirtiendo la república en paraíso fiscal, después, no sólo no consiguieron frenar la explotación, sino que además, la llevaron a acumular una deuda de más de 800 millones de dólares.
El resultado de estas prácticas es un país en bancarrota, con sus recursos esquilmados y el 90% de su superficie inservible por los efectos de la minería. Por si fuera poco, desde 1995 se viene produciendo un incremento anual de unos cinco milímetros en el nivel del mar alrededor de la isla que amenaza con su extinción definitiva.
Mientras tanto, el compromiso de los gobiernos internacionales con el medio ambiente se sigue resumiendo en la frase de aquel congresista republicano de los Estados Unidos: <<Lo mejor que tiene la Tierra es que le haces agujeros y sale petróleo y gas>>.
La persistencia en la idea de que podemos seguir destruyendo nuestro entorno para mantener nuestro modo de vida, hacen que el caso de Nauru se nos presente como paradigma de un futuro que se acerca a pasos agigantados.