Kabalcanty
Sobrevivientes (29)
Entre la rendija de la puerta vio cargar el camión a los "tipos blancos". Lo fueron llenando de bidones pequeños, de unos veinticinco litros; los colocaban en palés junto a la trasera del camión y luego los introducía una carretilla elevadora en la caja del vehículo mientras otros dos "tipos blancos" los arrinconaban al fondo ordenadamente en un traspalés. Seguían sin hablar unos con otros, afanados en una tarea sin fin que parecía llevarles la vida.
K. vio la oscuridad acercarse hasta que fue noche cerrada. En varias ocasiones tuvo que esconderse, entre una multitud de cajas destripadas que llenaban un cuarto polvoriento contiguo la puerta, para dejar paso a cuadrillas de esos hombres mudos que subían cargados con engranajes pesados y bajaban raudos al cabo de unos minutos. Aunque parecía fatigado visiblemente, un afán de supervivencia, que creía olvidado, le mantenía alerta y con la mente trabajando para salir de aquella industria de aniquilación.
Esperó a que el camión estuviera completo de carga. Regueros de un líquido rojizo recorrían los bajos del vehículo para ir a parar a un enorme sumidero en el centro de la nave. Apestaba el aire viciado: fósforo y un olor fuerte que cosquilleaba en el interior de la nariz. La cristalera, que hacía las veces de techumbre, rutilaba lluvia en la opacidad del cielo plomizo. Y el embudo gigantesco rotaba sin parar con su sonido pesado y retumbante.
Aguardó paciente, calculando el recorrido de las dos cámaras de seguridad que rastreaban la zona y vigilando el itinerario de los cuatro soldados que peregrinaban sobre una pasarela sobre la nave.
Entrecruzó los dedos y se los besó antes de salir de su escondite y pegarse a la pared. Rechinaba su respiración mendigando oxigeno cuando uno de los soldados se detuvo y escudriñó la zona donde se camuflaba en la oscuridad. Se tendió en el suelo y se arropó con la arpillera ponzoñosa que se alineaba contra la pared. Entre la tela vigilaba ansioso. El soldado siguió su ruta y la cámara no detuvo su cuello. En otra atacada llegó al camión solitario. Sin dudarlo, se subió a la caja y, arañándose con los palés, trepó hasta la cima de ellos, en los del fondo de la caja. Permaneció unos minutos escuchando cualquier sonido que no fuera el rotar del embudo. Se aplastaba contra el palé más elevado y la lona del vehículo como si no fuese vertebrado, incrustando su recelo y su sobrevivencia en un espacio inverosímil.
Le despertó el rugido del motor al arrancar. Exhausto, se había dormido no sabía cuánto tiempo, pero se reconocía a salvo por el momento. Sintió el movimiento del vehículo aplastándole contra la lona y devolviéndole a la dureza del palé. Avanzó hasta la boca de la caja y examinó su andadura. Habían salido de aquella fábrica perversa y el camión transitaba un asfalto mojado y lleno de venas grasientas que iban a parar a un erial que se prolongaba más allá del arcén. Se colocó en el centro de la boca de salida y saltó hacia un lado, al terreno baldío que pronto le embadurnó de barro y hierbas secas mientras rodaba como un fardo sin destino.
— ¡Eh, oiga, despierte! -comenzó a escuchar como desde el más allá- Traigo agua depurada, beba toda la que quiera.
Un hombre con impermeable y un ajado sombrero sujetaba la cabeza de K. y le ayudaba a beber.
— ¿Dónde coño estamos? -dijo K. fatigoso.
— Esta es la carretera de incorporación a la A-340, en lo que fue el Barrio de Los Algodonales. ¿Se encuentra herido más allá de lo que puedo ver?
K. fue descubriendo una cara flaca con un espeso bigote y unas patillas abundantes y largas y el colofón de un raido sombrero de paja.
— ¿Ese sombrero? -dijo arrugando el ceño
El hombre sonrió.
La llovizna humeaba sobre su impermeable y sobre la calva de K.
— Bueno, en realidad no es mío.......bueno sí, ya sí; lo perdió un pobre desgraciado al que sacaron del Albergue Social para traerlo aquí estos hijos de mala madre. Es una herencia, digamos.
K. llegó a sentarse sobre el barro y aclararse lo suficiente restregándose las sienes con energía y tomando aire con devoción.
— ¿Qué hostias de broma es esta? -dijo tratando inútilmente de ponerse en pie.
— ¡Hey, tenga cuidado, abuelo! Está usted hecho unos zorros como para encima levantarse así de golpe.
K. volvió a mirarle con gesto grave.
— Ese sombrero es mío.
— ¿No me diga? -contestó el otro, quitándose el gorro- No me puedo creer que sea usted aquel que......
— Lo soy, carajo.
— Pues tome, tome, -dijo tendiéndole la prenda- que si hay algo de lo que me guste encontrar a su dueño es precisamente esto. ¡La madre que me parió qué jodida casualidad!
K. se encasquetó el sombrero e hizo un gesto de aprobación.
— Me llamo K. -dijo tendiéndole la mano, sobre la cual se apoyó para incorporarse despaciosamente- Perdona, tal vez no he sido muy amable con quién me acaba de salvar la vida.
El otro, después del saludo, le pasó la mano por el hombro y le ayudó a dar los primeros pasos.
— Me llamo Jesús y no tienes que pedirme perdón alguno, debes haber pasado las de Caín ahí dentro.
Dijo, señalando la fortaleza del embudo en la lejanía.
— Te llevaré a mi casa, si quieres, a ver si te enderezas algo. Ya resolveré el asunto que me trajo aquí otro día.
— A mí ya se me enderezan pocas cosas, Jesús -comentó irónico, mientras caminaba desfondado y apoyado en el otro.
— Pues no creas que yo soy un chaval, abuelo.
Rieron por lo bajo.
Fueron caminando entre el barro, empapados, hirviendo la lluvia ácida sobre sus hombros unidos, como si fueran dos náufragos buscando su orilla.