Alexander Vórtice
Kabalcanty en Islandia
Uno escribe poesía no para ser mostrada, sino para ser sentida, partida por el mazo del sufrimiento y criticada por las masas nobles que siempre reprocharán con lenguas de barro y fuego.
Tengo yo un compadre en Madrid que nada en olas de tabaco y agarra una guitarra para darle sentido al sin sentido del día a día. Notario de cuerdas maltrechas y poeta de un tiempo pasado que enseguida se convierte en tiempo futuro, en alas de rata que semeja vampiro y garras de metrópolis que alimenta todo tipo de sucedáneos. Kabalcanty autor, padre y persona que anhela ser más humano, si cabe, gracias a los versos salidos de una existencia que requiere guerra lírica, besos recíprocos y justicia divina en tiempos de perversidades inmutables.
Yo siempre le he pedido al Ser que está muy por encima de mí que me permita fallecer lejos de mi hogar: Belfast, Amsterdam o incluso Berlín serían buenos lugares para que mi cadáver ávido de aire comprimido pudiera descansar en paz o, al menos, retirado del traqueteo que produce la tosca monotonía.
Ahora Kabalcanty, poeta de un tiempo que no es el suyo, vive y reza en Islandia y sus poemas se reconocen por ser sinceros de necesidad. De eso trata su nuevo libro "Islandia Blanca Entonces", poemario que, por amor al verso, retrotrae al autor a los sabores de su juventud, de sus más puros efectos y afectos.
Y expone el rapsoda:
El hermetismo del cuarto es la noche,
la oscuridad desdibujada de un cabo de vela
vacilando al vaivén de las sombras.
Descabezada, la camelia blanca sobre la mesa,
el filo de sus pétalos enturbiando
el vigor de tan sólo unas horas
devorado por esa pasividad sin savia
que ahora advierte la lobreguez
como cercanía sorpresiva,
amante del perenne silencio.
Desde el gollete de la botella
brinda el hombre por las batallas perdidas
y atusa las enaguas de la camelia blanca
con la mano convulsa que dictó los versos
al papel magullado, indiferente a sus pies.
Titubea, se apoya en la mesa,
respira el pasmo de la flor
y se sonríe de hermosuras
que amueblan su embotada cabeza
y contorsionan su silueta.
Cuando suspire la vela,
cuando la claridad sea un vahído de humo
viajero a la nada,
besará el hombre a la camelia blanca
crujiendo bajo su planta
los huesos de unos versos gastados.
Tengo yo un compadre en Madrid que se resiste a crecer, a aceptar lo que nos imponen con puño de hierro. Bendito sea el hombre que no acepta lo evidente, lo establecido a base de falsedades. Respetado sea el poeta que, al igual que Kabalcanty, utiliza su maestría lírica para darle sentido a una vida quebrada, una vida que anhela el aire gélido de Islandia y las pretensiones de una juventud que ya no es.