Kabalcanty
Sobrevivientes (23)
Sobre las 0, 20 aparcaron la furgoneta en el repecho que había nada más pasar el puente bajo las vías inútiles del tren a la entrada del Parque de la Estación. Los dos hombres miraban, alternativamente, los espejos del coche esperando la llegada de su cita. Lejanamente, rociada por la llovizna, se veía el resplandor de la frontera que los separaba de los inmunizados y toda la actividad nocturna de la vigilancia: drones volando con sus rojas lucecitas intermitentes, algún helicóptero inspeccionando la zona, focos iluminando la alambrada y sus alrededores, el rugido lejano de los motores de los vehículos blindados, el toque de sirena que indicaba el cambio de guardia. El frío húmedo de la noche refulgía sobre la chapa de la furgoneta acharolando su pintura oscura.
— Supongo que el tipo será puntual -musitó Pedrote, soslayando el perfil del peruano y comprobando cómo su reloj marcaba la hora en punto del encuentro.
Y en efecto, en unos minutos apareció la figura de Ramón llevando una carretilla de mano. Se bamboleaba con soltura enfundado en un impermeable transparente que le tapaba la cabeza.
— Cuidado, pata, que me pinta chingada esta jodida noche.
Le dijo Mario, destellando sus ojos negros en el interior de la furgoneta, al bajarse e ir al encuentro del otro.
Pedrote se ajustó el chubasquero y se puso una gorrilla de lona. Al encontrarse con Ramón, los dos hombres se saludaron con un movimiento de cabeza.
— Vamos a cargar las cajas en la carretilla y vamos derechitos al pasadizo. -dijo Ramón escuetamente- Es mejor dejar la furgoneta aquí, todo debe hacerse con la máxima discreción, aunque estamos lo suficientemente lejos de la frontera cualquier descuido puede llamar la atención de esos hijos de puta.
Cargaron casi en silencio (la respiración agitada de Mario subido en la trasera de la furgoneta y arrimando las cajas al borde) repartiendo las cajas en la carretilla y asegurándolas con un par de pulpos.
— Esa caja déjala ahí, luego vendré y me la llevaré con la furgoneta- dijo Ramón, arrastrando el último bulto al interior del vehículo.- Ese era el trato, ¿no?, vosotros las diecinueve cajas y el coche al otro lado y yo una y el furgón.
— Por supuesto, amigo -contestó Pedrote, limpiándose de lluvia la barba.
Pedrote llevaba la carretilla y Mario el bidón al hombro con los cinco litros de gasolina siguiendo el camino que les marcaba al frente Ramón. Caminaban aprisa, sin hablar, sin perder nunca de vista el horizonte fronterizo, cada vez más cercano. Recorrían el parque público junto a la vía en desuso y en paralelo a los setos, guarecidos por ellos y por la oscuridad que permitían las farolas apagadas que jalonaban el paseo perimetral del parque. La lluvia amortiguaba sus pisadas tanto como el barro llenó sus botas y las hizo pesadas. Ramón les indicaba el camino a seguir concisamente, sin desperdiciar ni una sola palabra.
— Joder, se me hace largo el trayecto, colega - dijo jadeando Pedrote, cuando atravesaban una plazoleta que en su día fue frondosa rosaleda y ahora era una selvática maraña de malas hierbas y basuras.
"Allí mismo está", anunció Ramón, elevando su dedo índice al frente. "Ahora os pido que seáis prudentes al límite, detrás de esos plataneros está la frontera y cualquier despiste nos costaría muy caro. ¿Hablo claro?"
Contestaron con una especie de bufido.
Ramón se arrodilló y retiró la maleza que cubría la puerta de acceso al pasadizo. Abrió el candado y les mostró la boca encharcada.
— ¡Cojones, nos vamos a poner que no nos reconocerá ni nuestra puñetera madre! -exclamó Pedrote, en voz baja, al ver la entrada enfangada y dando un ligero silbido.
— Yo os iré dando las cajas desde aquí y vosotros las arrastrareis -dijo Ramón autoritariamente- He traído este cacho de lona estrecha -añadió sacándose de dentro del impermeable un paquete pulcramente doblado- para que tiréis de ellas con más facilidad; adentro no hay tanto barro como aquí.
— ¿Es muy largo el túnel? -le preguntó Mario, tratando de hallar en el rostro de Ramón cualquier señal alarmante tal y cómo le enseñaron los viejos en su niñez y adolescencia en Paucartambo.
— No mucho, incaico, pero arrastrando los bultos se os hará largo, fijo -contestó Ramón, soltando los amarres de los pulpos.
El peruano escudriñó las dos arrugas hondas que terminaban a cada lado de la boca de Ramón y sus ojos severos al fondo de la capucha del impermeable. Se detuvo en su forma de desatar las cajas, en sus manos trabajadas de dedos gruesos y pequeños. Quiso decir algo, algo que parecía inmovilizarle a la boca del pasadizo, una intuición que parecía salir del fondo de aquel impermeable transparente.
— ¡Vamos, manito! -le dijo de sopetón Pedrote dándole en el pecho.
— Voy, pata. -contestó Mario con molestia.
Se metieron por la boca del pasadizo y fueron tendiendo el trozo estrecho de lona sobre el barro. Pronto notaron que la respiración se dificultaba en el interior y que los esfuerzos necesitaban mayor empuje.
— Se ve menos que una polla vendada, perucho. -dijo Pedrote, resoplando dentro de la gruta.
— Estirad la lona más al fondo, las cajas no pesan tanto y se deslizarán bien, ya veréis- dijo desde afuera Ramón.
Cuando les intuyó más lejanos, cerró la puerta del pasadizo y pasó el candado.
Volvió a la carretilla y simplemente ajustó los pulpos, ya que no había descruzado las cintas elásticas de encima de las cajas de vacunas. Sin más, emprendió el camino de regreso.
— ¡Eh, tú, hijo de la gran puta! -oyó atrás el vozarrón de Pedrote- ¡Te voy a sacar las tripas, cabrón!
— ¡La reculiada madre que te repostparió por el orto! -clamaba el peruano.
Ramón aceleraba sobre el suelo encharcado. Apretaba la mandíbulas, clavaba sus piernas dejando cada vez más atrás las maldiciones porque la lluvia parecía fortalecerle y querer ver la furgoneta más cercana cada vez. Cuando ya tan sólo oía el chapoteo de sus pasos, se percató de cómo la lucecita roja intermitente del dron se reflejada encima de las cajas; luego escuchó el tenue zumbido poco más arriba de su cabeza.