Kabalcanty
Sobrevivientes (13)
— Luis creo que realmente te has vuelto loco- dijo Sofía, dándole la espalda y mirando al exterior tras el cristal del balcón.- Ya nos has puesto a todos en peligro, no insistas en ponernos la soga al cuello.
El policía, con el uniforme sucio y desabotonado, daba vueltas a la habitación preso de una agitación que le hacía sudar copiosamente por la frente.
— Me ha costado lo suyo traspasar la línea de seguridad -dijo con ansiedad- y si no nos damos prisa mi nombre correrá y quedaremos atrapados en este lado. ¿No lo comprendes? No es ya sólo por nuestro bien, es por el bien de todos esos desgraciados que mueren impunemente.
La mujer no se movió de su lugar, perdía su mirada entre la llovizna de las primeras horas de la mañana.
— Vete tú, nosotros seguiremos aquí -dijo sentenciosamente, cerrando los ojos al final de la frase.
Luis de detuvo en el guarismo sobre el techo que proyectaba el reloj digital, en el avance de los segundos que le parecieron más veloces que nunca. Fue a sentarse en el sofá llevándose las manos a las sienes y respiró hondo.
— Podrías entregarte y alegar que te amenazaron, que colaboraste porque temías por tu vida -dijo Sofía con algo de emoción, yendo al lugar donde él se encontraba- Tal vez todo se podría arreglar, tal vez te sancionarían con una multa y algún apercibimiento.
El policía levantó los ojos y la escudriñó unos segundos.
— No has entendido nada, Sofía, nada de nada -añadió con un cansancio notorio.
Aparecieron sus dos hijos con libros en la mano y vestidos con unos chubasqueros azul marino con el emblema del colegio pegado a un lado de la pechera. Saludaron al padre con una media sonrisa y buscaron con los ojos a la madre.
— Anda dad un beso a papá y venga, daos prisa que el autobús de la ruta no tardara mucho en aparecer por la esquina.-dijo ella, yendo hacia ellos y tomándolos por los hombros para conducirles a la puerta de la casa.- Luego no os entretengáis que no me gusta tener que recalentar la comida. Adiós, hijos.
Luis, después de despedir con un beso a sus hijos, posó su mirada, tal y cómo lo hizo horas antes, en el marco que reposaba encima del televisor. Luego bajó la cabeza y se aflojó su espalda como si su cuerpo se fuese deshinchando hasta convertirse en un guiñapo arrugado a sus pies. Es posible que tuviera ganas de llorar, o de chillar poseso de un acceso de locura, sin embargo se entretuvo en juguetear con la punta de sus botas acercándolas y separándolas sincronizadamente.
Sofía vino al poco con dos tazas de café humeante y unas rosquillas de anís que al policía tanto le gustaban.
— Creo que te has precipitado, aunque tus intenciones son más que loables -dijo ella, sentándose junto a él- Pero, como te dije el otro día, no es muy aconsejable convertirse de la noche a la mañana en salvador de la humanidad. Puede que seas más héroe estando al lado de tu familia y enmendando tu error que yéndote a enderezar una causa perdida.
Luis parecía no escuchar: con la cabeza baja se mojaba la cicatriz con su labio inferior y, entre sus hombros, se hundía en un silencio taladrador.
— Esta misma mañana, después que te tomes este desayuno, yo misma te puedo acompañar a Comisaria Central para que todo se arregle en parte. ¿Qué te parece?
El policía la soslayó brevemente y, tras unos segundos largos, terminó asintiendo dejando caer la cabeza, lo cual le produjo un dolor interno, más allá de su cuerpo, que le hizo cerrar fuertemente los ojos y vencerse un poco hacia delante.
— Me gusta que seas realista, cariño -dijo Sofía, mientras le echaba azúcar al café y removía con una cucharilla- Podemos aducir una depresión que llevas sufriendo desde hace meses y que se agudizó precisamente ayer con el asalto al hospital. Es más que normal, tengo entendido y según tú también me has contado, esa enfermedad entre el cuerpo de policía y más en estos tiempos de tanta presión.
Luis parecía no encontrar palabras, se debatía en su interior una lucha que sabía perdida. Sus hijos, su mujer, su vida... el desastre. Pero, y lo demás, sus creencias, su deber para los que nacieron como él, pobres y desprotegidos, su padre y su imprenta trabajando para "que seas un hombre de provecho, pobre pero legal con los tuyos", como le decía a él y a su hermano, apoyando sus manos sobre las cabezas de ambos. Acaso era ese el debate en el interior del policía y lo peor de todo, lo que posiblemente le hundía más y más, era que en el fondo la visita a su casa para irse con los suyos al lugar donde les correspondía le había llevado a una derrota tan inesperada como temida de antemano.
— ¿Qué será de los que me esperan al otro lado? -dijo al fin, levantando la cabeza y hablando a su sombra que se alargaba hacia el balcón- Les hablé del doctor Amedo y de su trinchera en el Hospital Sur; les prometí que hablaría con él para que los ayudara. Me esperarán y les haré perder un tiempo que puede que les cueste la vida. ¿Te das cuenta, Sofía?
Ella le acercó la taza y le arrimó la bandeja con las rosquillas poniéndosela sobre las rodillas.
— Saldrán adelante -dijo ella, sonriéndole con dulzura- Piensa que su única esperanza de sobrevivir es ir hacia adelante y eso les dará el suficiente arrojo para salir airosos. Tú, sin embargo, vives en este lado, tienes una vida, nos tienes a nosotros... No necesitas sobrevivir ni que nadie sobreviva gracias a ti. Tienes razón en que vivimos unos tiempos que no son para nada justos, que vivimos unos cuantos acaso porque mueren muchos más. Pero tú no eres culpable, ni yo, ni nuestros hijos, ni ninguno de tus compañeros ni sus familias. Nadie es totalmente responsable de todo lo que ocurre.
El policía estuvo callado. Observaba su sombra alargada perderse tras los cristales y empaparse de lluvia ácida; la veía emponzoñarse sobre la acera, mermarse, escurrirse al final por el borde de la acera hasta el infinito de la boca de la alcantarilla.
— Ya no sobreviviré. -dijo Luis para sí al tiempo que se llevaba a la boca una rosquilla de anís.