Kabalcanty
Sobrevivientes (9)
Desde la furgoneta aparcada en el hangar descargaron las veinte cajas de vacunas y las fueron colocando en el lugar más fresco del Albergue Social 548, el sitio donde antiguamente se guardaban los medicamentos básicos para el servicio social. Mario, tras colocar la última caja, se dirigió a Pedrote y a K. con determinación.
— Limpiaros con alcohol esas heridas antes de que se os infecten -dijo con su deje peruano.
Luis les ofreció una camilla desvencijada para que se sentaran.
— ¿Todavía no entiendo el por qué coño nos tuvo que echar una mano? ¿Un madero desertor? No me huele bien.
Pedrote desafiaba a Luis con los ojos mientras goteaba la sangre desde su codo.
— Si no hubiera sido por este hombre estaríamos tan muertos como los demás. -dijo K., que se había colocado el deforme sombrero de paja; tenía un corte que le rasgaba la camisa por el que burbujeaba la sangre.
Luis se acercó a ellos con un paquete de algodón y una garrafa de alcohol de cinco litros que le sacó Mario de un armario en lo alto.
— Llamadme Luis -dijo el policía- y lo que he hecho hoy por vosotros no es una cosa improvisada, llevaba tiempo rondándome la cabeza y os aseguro que no soy el único que piensa así.
K. y Pedrote tenían heridas superficiales, escandalosas pero sin riesgo. El policía les curó y les colocó un vendaje rasgando una sábana. Después se sintió en la obligación de contarles su historia, la de su familia, de cómo había una parte de la policía que cada vez estaba más disconforme con la forma de actuar que le ordenaba el Ministerio del Interior. La casualidad de su guardia en el depósito de vacunas le dio alas para decidirse de una vez por todas por la parte en la que siempre tuvo que estar.
— No podía soportar ni un día más como miles de desgraciados morían mientras los poderosos se repartían y comerciaban con el botín de las vacunas; es una situación extrema. -Luis hablaba dejando rienda suelta a sus adentros; no miraba a los otros, miraba al frente, al vacío de una enfermería destartalada y al ritmo de una gotera que escurría el agua enfermiza sobre una papelera de metal.- De aquí para adelante no sé qué será de familia ni de mí, pero he hecho lo que es de ley entre los hombres.
Pedrote se movió hacia la puerta y miró antes de salir a Luis.
— Me fio poco de la pasma, amigo.
Luego se fue alejando.
— Pues yo que quiere que le diga, pata, -dijo Mario, estirándose de la visera de la gorra de los San Francisco Giants- es una pendejada lo que hacen los poderosos de su país con los pobres y si es un tombo el que está de acuerdo conmigo pues ese juega en mi equipo.
Luis asintió, tendiéndole la mano a Mario.
K. se incorporó de la camilla y palmeó la espalda del policía.
— No corren buenos tiempos para tipos de tu catadura; estamos en las puertas de un infierno donde pasa por héroe o mártir el más desaprensivo e insensible de todos. Estás entre los tuyos, Luis -le dijo- aunque ya ves que siempre habrá algún tuercebotas entre nosotros que nos amenizará el cotarro. No hagas caso a Pedrote, es de los que siempre ven la vida con desprecio.
Calentaron algo de cena para después beber unos vasos de vino "Viña Salceda" que Clemente robó un par de botellas hacia unas noches en el colmado del chino.
— A la salud de Clemente, por él. -dijo K., elevando su vaso.
De madrugada bajaba extremadamente la temperatura por lo que echaron madera al bidón y la prendieron ayudándose del alcohol.
Mario y Pedrote fueron a acostarse y dejaron a los otros dos apurando la segunda botella de vino mientras veían caer por el ventanuco la fina lluvia en las primeras luces del día.
— Tendremos que pensar en irnos de aquí -dijo K., chupando un pitillo esmirriado hecho con los hierbajos del patio- Darán con nosotros si no nos largamos.
— Dentro de un rato, antes de que los metan en un lío, iré a buscar a mi familia; a estas horas debo ser ya uno de los policías más buscados. Tenemos que irnos de aquí, sí.
— ¿Y dónde coño vamos?; -dijo K. medio riendo irónicamente- las vacunas tienen que ir con nosotros.
Luis tamborileó unos segundos sobre la mesa que los separaba.
— Tengo entendido que en el Hospital Sur hay un médico especial, diferente digamos. Es de los escasos que sigue al pie del cañón y al lado de la gente corriente. Lo sé porque en comisaría se nos prohibió terminantemente recibir órdenes de él cuando nos tocaba la guardia en ese hospital. Se le tenía por un tipo subversivo que no acataba del todo las órdenes del Ministerio de Sanidad. Sería un sitio ideal para llevar las vacunas y tal vez ese médico, como agradecimiento, podría dejarnos un tiempo allí.
K. hizo un gesto afirmativo e hizo chocar su vaso con el del policía.
— Por el futuro, Luis.
Dijo festivo.
Luis le preguntó por su herida.
— Duele algo pero este vino me lo está haciendo olvidar. ¿Otro culito?
Repartió el resto de la botella entre los dos vasos.
— Oye K. ¿eres escritor? -Luis le observaba con curiosidad viendo las mejillas sonrosadas del otro- Oí a Pedrote que te llamaba por un despectivo que hacía referencia a ello.
K. esperó unos segundos para contestar.
— A Pedrote le conozco del barrio hace ya bastantes años y nunca he sido santo de su devoción -dijo al fin, pasándose la mano a lo largo del bigote al tiempo que se sonreía para sí- Sólo nuestra mala vida y la casualidad llegó a juntarnos en esta especie de hospicio para indigentes. Ya te dije antes, no le hagas mucho caso porque simplemente es un ignorante acomplejado.
Luis apuró su vaso y acercó ligeramente su cabeza a él.
— Pero escribes.
— Nooo, ya no desde luego -contestó negando con la cabeza divertido- ¿Qué puede decir ya un hombre cansado de setenta años que no haya dicho antes? No, Luis, no, eso fue hace tanto tiempo. Demasiado tiempo.
La luz grisácea del amanecer bañaba a los figuras de los hombres alargando sus sombras. En el bidón las últimas ascuas brillaban rojiza templanza. Desde el exterior comenzaban a escucharse sirenas, motores de helicópteros o coches blindados junto con voces imperativas de los mandos militares y policiales, comenzaba otro día.