Marisa Lozano Fuego
Palomas y tormentas
En ocasiones son tormentas suaves, como brisa de primavera.
Otras veces son tormentas azules, verdes, amarillas, todo un arcoíris de relámpagos que te tronzan el corazón, la carne. Y te penetran, y se quedan.
Saben a humo de cigarrillo, saben a libertad y saben a ilusión. Saben a no sé qué dolor posible que eres capaz de clavarte en el pecho, porque te apetece sentirlo, porque el trueno vale la pena. Conoces las consecuencias de una tormenta. Una tormenta no es cosa de risa. Probablemente habrá árboles devastados o sueños calcinados. Muy probablemente, habrá lágrimas. Ese tipo de fenómenos te dan ganas de esconderte bajo la cama, taparte muy fuerte y negarte a asomar la cara. Te da miedo su intensidad, la suave ternura de cada gota, la cadencia de su acento. Los truenos tienen su propio lenguaje. El mapa necesita lluvia, porque se siente seco y la tierra absorbe con mimo cada centímetro de esperanza.
A veces, salgo con paraguas para que la tormenta no me moje. Cuando eso ocurre, despliego mis plumas de ave y ese azul pavo real cegador impide que las gotas penetren.
La gente ve vivos colores, contempla un caleidoscopio de vida y quieren tomarlo, morderlo, apresarlo bajo sus piernas. En sus manos. Los hombres gustan de los pavos reales, son deliciosos una vez les quitan las plumas y los pones a asar. Después, quedan los huesos, unos huesos tiernos, mojados, que descansan en el plato de loza
Ansiando una caricia que no llega. Ese es el precio de ser pavo real y no mostrar esencia de paloma.
Las palomas son chiquitinas, grises, ni siquiera brillan. No son hermosas. A las palomas les gusta reírse con un chiste tonto, comen helado directamente del envase, se acurrucan para ver pelis de Disney. Las palomas no son glamourosas, no son sensuales, simplemente son palomas.
Se disfrazan de pavos porque el vendaval es tan fuerte que podría llevárselas. Las mataría. Pero ellas quieren que alguien las encuentre. Son tan blandas, tan absurdamente frágiles, que se avergüenzan de su esencia. Porque quisieran ser Fénix, águilas, lechuzas. Escriben como si fueran rapaces y copulan como reinas, como volcanes. Pero tienen la sangre roja, porque la realeza les aprieta. Los pavos tienen la sangre morada, azul, poiquiloterma. Los pavos besan con los ojos abiertos y la tormenta no les cala.
A las palomas, cada tormenta les cala hasta el fondo del tuétano, y por eso deben guarecerse.
Pero lo hacen de las tormentas chiquitinas, frívolas, de aquellas que solo las rozan. Las que se creen su pose, su disfraz. Las palomas engañan a aquellos que quieren ver ese espejo deformado, esa catarata de maravillas.
Es complejo cuando una tormenta auténtica reconoce al ave. La paloma se siente desnuda, se siente a merced de los elementos. Admirada, sacude sus plumas e hincha su pecho. Se pone sus mejores galas. Picotea el maíz del suelo, yergue la cabeza, sonríe. Espera que la tormenta le atrape. La paloma no es ingenua, aunque siempre ha conservado un vestigio de pureza. Pero no le importa asumir riesgos si la tormenta es auténtica.
¿Cómo saberlo? No se sabe. Quizá sea un vendaval o quizá le caiga un rayo mortal y se calcine. Quizá la lluvia la riegue por dentro y florezca, y se esponje, y vibre. Eso nunca puede saberlo. A veces la paloma desearía que siempre fuera verano, que nunca lloviese. A veces la paloma pasa tanto tiempo encerrada que se olvida de cómo es el agua. Lo hace, aunque algunos crean que se baña a menudo en los charcos, en las fuentes. Como su careta de pavo real, es fachada. Las palomas no son promiscuas. Lo que pasa es que siempre las hiere el mismo trueno. Y siempre hace demasiado ruido.
Cuando llega una tormenta de esas que mencionaba al principio, la paloma tantea, sorprendida, arrebatada por la belleza de los elementos. De tantos elementos juntos eclosionando, moviéndose.
Las palomas son torpes. Se acercan, se alejan, atraídas por la ternura de la lluvia, por la pureza de las nubes, por la masculinidad del relámpago. Quieren empaparse, se agitan, se entregan al delirio de mojarse, de ser penetradas por el ocaso. Porque ciertas tormentas merecen la pena. Porque las hacen sentir vivas.
Quizá nunca hubo una tormenta así, pero la de ese invierno llegó tenue y prometía ser intensa. Esplendorosa. Acostumbrada a que las predicciones meteorológicas terminen en desastre, la paloma se protegía de una manera infantil, contradictoria, a veces rabiosa y otras dulcísima. No se peleaba con la tormenta, se peleaba con sus propias plumas. Sentíase descubierta en un paraje antes plagado de alimañas, en donde la única luz llegaba en forma de estrella, de un planeta colgado allí arriba, que le hacía seguir palpitando. Quizás era parte de la tormenta, porque nunca la había visto antes.
Una mañana la paloma se lavó la cara en rocío, se asomó al ventanal y sintió la llamada del agua.
Salió al exterior, desplegó las alas y emprendió el vuelo, sin moverse, dejando que el huracán la llevara.
Empapándose del oxígeno, de cada susurro del viento.
Soltando lastre en el camino.
La tormenta era verdiazul, como las aguas de los mares, y cambiaba de color con la luz.
La paloma sonrió (las palomas siempre sonríen, pero como no enseñan dientes, pensamos que nunca lo hacen…sabemos tan poco de las palomas).
Cerró los ojos y dejó de pelear con las ráfagas de agua.
Se metió bajo la cortina acuática. No la tronzó, no la calcinó. Se miraron, tormenta y paloma, por primera vez, con sus naturalezas descubiertas. Con sus anhelos y miedos desnudos.
La tormenta aprendió a volar y la paloma se volvió de agua…
Si alguien mira el cielo todavía puede atisbar ambas naturalezas confundidas, fusionadas en un equilibrio perfecto, un elemento nuevo que no se parece a ninguno de los otros cuatro. Una tormenta hipnótica, de agua, de aire, de viento, de tierra… de fuego.