Kabalcanty
Sobrevivientes (6)
Desde la ventana la lluvia fosforescía al trasluz de la luz de las farolas. La noche cerrada imposibilitaba los límites y tan sólo algún auto quebraba esa distancia inverosímil. Mientras se fijaba en el exterior, acariciaba el pvc del marco de la ventana con la dejadez de quien piensa algo turbador, algo que le fluye en la mente y que le evade de su alrededor.
— Luis, apenas has cenado; ¿qué te pasa? No me digas que nada que te veo caviloso desde hace días.
La mujer se fue acercando hasta que llegó a su lado.
Los rasgos toscos del rostro de Luis se suavizaron en parte y volvió la cara hacia ella esbozando una torpe sonrisa; la cicatriz sobre su labio superior se desvió ligeramente hacia un lado de su nariz.
— No es nada -contestó- el puñetero trajín del trabajo.
— Llevas siendo policía casi veinte años y nunca te he visto así de preocupado. Es el asunto de La Epidhemia, ¿verdad?
Ella le buscó los ojos y le mantuvo la mirada cuando Luis cruzó la suya.
— Es jodido, Sofía, jodido ser el guardián que priva a muchos desgraciados de curarse. Nosotros somos tan desgraciados como ellos........... simplemente nos necesitan vacunados para que protejamos las putas vacunas. Es........es atormentante estar todos los días prohibiendo algo que, en el fondo, no estoy de acuerdo. ¡No lo aguanto!
Sofía le tomó por el cuello y le acarició suavemente el mentón.
— Necesitas relajarte -le dijo susurrante- Comprendo tu frustración pero no puedes hacer nada. Es nuestro papel en esta desastrosa situación.
Luis se desembarazó de los brazos de ella y fue a sentarse frente al televisor. En la pantalla, sin el volumen activado, un político daba explicaciones moviendo elegantemente sus manos.
— Escucha, Sofía -dijo con las manos cruzadas y su mirada en ellas- Cada vez somos más los que pensamos que no obramos bien. Muchos de los compañeros hablan ya de organizarse y ponerse del lado de los que ahora reprimimos.
— Luis, pero eso sería muy grave -contestó ella, yendo a sentarse a su lado- Perderíais vuestro trabajo y pondríais en peligro vuestras vidas y la vuestras familias. Comprendo tu ofuscación pero el método............ no creo que.....
— No hay otro, te lo aseguro. No es justo que todas las familias opulentas se vacunen sin ni siquiera estar infectados mientras los pobres infectados se mueren a montones.
Sofía se agitó en el sillón y le cogió las manos.
— Pero vosotros no os podéis erigir en salvadores de la humanidad, sólo sois policías que cumplen con las órdenes impuestas. Esto podría convertirse en una guerra.
— ¿Y no lo es ya? Una guerra desigual con un vencedor anunciado que, llegado el caso, también cargaría contra nosotros. ¿No te das cuenta? Estamos haciendo la vista gorda a una matanza en toda regla. Tu padre fue soldador, ¿te acuerdas?, y el mío trabajó en una imprenta hasta reventar para que mi hermano y yo tuviésemos mejor futuro. ¡Contra los de esa condición luchamos! ¡A gente similar les impedimos la vacuna!
Sofía echó la cabeza contra el respaldo del sillón y cerró los ojos para contener las lágrimas.
Luis la imitó al tiempo que apagaba la televisión.
— Será duro pero haremos lo que los nuestros esperarían de nosotros -dijo con cansancio.
— Pondremos en peligro la vida de nuestros hijos.
Sofía hablaba con los ojos entornados, repasando una película que corría velozmente por su cabeza.
— Al final, lo sé, todos estaremos en peligro si no nos ponemos manos a la obra. Cuanto antes actuemos, antes afrontaremos el peligro y tendremos alguna manera de hacerlo razonable, por decirlo de alguna manera.
Se quedaron en silencio. La fina llovizna golpeaba con alfileres los cristales. El reloj digital marcaba lo cercano de la medianoche lanzando su destello sobre el techo, encima del ventanal. Sus dos hijos dormían plácidamente en los cuartos que daban al patio de luces. Entre las vidas de todos, el olor a fósforo embalsamaba lo cotidiano como si fuese ya el propio olor del viento.
Luis miraba encima del televisor el marco digital que situaba a los cuatro, varios años atrás, en una playa del norte. Sonreían todos y ninguno parecía tener miedo. El viento les enredaba los cabellos y el cielo límpido brillaba a sus espaldas. Abrazaba por la cintura a Sofía mientras sus dos hijos, delante de ellos, escudriñaban a la cámara con convicción, desbordando futuro.
Sofía, cerrados los ojos, se pellizcaba los nudillos de la mano indolente. Tragaba saliva de vez en cuando y apretaba los párpados como si se tratase de un tic. Su mente, posiblemente, trataba de amueblar una idea imprevista que le llegó para violentar su vida apacible del lado de los "inmunizados". Se mojaba los labios tratando de humedecer su posible futuro y hacerlo más digesto.
— ¿Tenéis alguna fecha para vuestra ............ rebelión?
Dijo ella, dejando la última palabra con una suspensión indecisa.
— Todavía no, pero debería ser cuanto antes.
El policía le cogió la mano y ella abrió los ojos y le sonrió abiertamente.
— Tu padre y tu suegro estarían orgullosos de ti. Yo sólo tengo miedo, Luis.
Se abrazaron con ímpetu.