Kabalcanty
Sobrevivientes (5)
Cuando perdí a mi compañera, hace algunos meses atrás, perdí definitivamente la poca fe que me quedaba. En pocas semanas empeoró y los médicos, sin los recursos necesarios, vieron cómo ella se les moría ante su impotencia. Eran los inicios de La Epidhemia, cuando el miedo no era una constante diaria entre la población que más la iba a sufrir, o sea los pobres, y todos pensábamos que sería algo pasajero, un virus de esos que pasan y dejan aparentemente de existir. Los más ignorantes nos equivocábamos y los menos ya tomaban sus medidas oportunas.
Antes, mediada la cuarta recesión económica, me quedé sin el trabajo de repartidor de agua mineral a domicilio. Era un trabajo de mierda, como todos los que existen ahora, de esos que trabajas mucho y te compensan con un sueldo miserable. Ella trabajaba como cajera en una estación de recarga eléctrica para automóviles y, con su escaso sueldo, apenas podía afrontar los gastos necesarios para llegar a fin de mes. Comenzamos a discutir a menudo por el dinero, máxime por mi vehemente afición a la bebida por donde se iba un dinero que obviamente necesitábamos por sobrevivir. A mis cincuenta y ocho años las posibilidades de volver a trabajar eran mínimas y ella no podía echar más horas en aquel trabajo basura que tenía. Perdimos el coche y tuvimos que irnos a vivir a otra casa de alquiler más económico para poder tirar malamente.
Fue en julio cuando los noticieros, y sobre todo en internet, comenzaron a alarmarnos con la auténtica dimensión de La Epidhemia. No había empezado a caer todavía esta lluvia mansa, llena de veneno, que no para día y noche y que asola animales y vegetación. Nadie todavía era consciente de que este cielo plomizo tan asoladoramente homogéneo era la presentación de una plaga tan aniquiladora como desconocida que avanzaba ya por más de medio continente. En los medios de comunicación comenzaron a hacerse eco varias tendencias: unos alegaban culpable a la desmedida inmigración que desde hacía años sufría el continente; otros a los experimentos medioambientales que se hicieron en la atmósfera para procurar una lluvia cada vez más escasa; otros decían de un atentado terrorista dispuesto a destruir la vida occidental; otros al mosquito tigre venido del sudeste de Asía con las numerosas importaciones de esa zona del mundo. Pero lo cierto es que poco se sabía de La Epidhemia a no ser que podía matar a miles de personas en un par de semanas. Los contagios se airearon en forma de guarismos vertiginosos y los hospitales públicos se fueron colapsando hasta el punto de habilitar las zonas destinadas al aparcamiento de automóviles para improvisados habitáculos repletos de camas.
Sospechosamente pronto, en los Estados Unidos se descubrió una vacuna que parecía hacer frente al avance de la plaga. Fue una estupenda noticia que nos llenó a todos de esperanza. Pero, como en casi todo en la vida, la moneda tenía dos caras.
Los Laboratorios Milton, patente de la vacuna, comenzaron a fabricar millones de dosis ante la desmesurada demanda mundial. En unos lados porque eran víctimas de la plaga y en otros para prevenirla. No tardó la especulación en meterse de por medio y los gobiernos tenían que pagar cantidades de dinero exorbitantes por obtener dosis casi siempre insuficientes mientras intermediarios oficiales sin escrúpulos se llenaban los bolsillos. Luego venía el reparto desigual dentro de los propios países y la especulación nacional sobrevolando como inclemente buitre. Al final pasaba lo que siempre pasó en la historia de la humanidad: los que poseían riqueza tenían acceso a la vacuna y los desamparados morían impunemente. Eso movilizó a muchos activistas que se aunaron para protestar enérgicamente hasta el punto de hacer violenta su demanda. Los gobiernos sencillamente utilizaban sus medios de represión más contundentes para acallar a los rebeldes y asegurar vacunas a las clases pudientes que, al fin y al cabo, eran quienes les mantenían en el poder.
Ella murió un martes de primavera, dentro de que ahora las estaciones son anodinas e irreconocibles: una similar temperatura y llovizna intermitente. Se dio cuenta de la erupción indolora en su cuerpo cierto día en el trabajo. Supongo que tardó varios días en decírmelo porque no deseaba enrarecer más nuestra relación. Tal vez fuera ridículo su silencio, sin embargo creo que yo hubiese hecho algo parecido; cuando se está en el límite de todo siempre sobran las malas noticias por muy importantes que sean, es como si el exceso de sinsabores llegase a un punto de intolerancia. Por supuesto tuvo que dejar de trabajar al tiempo que su carne se fue arrugando como una hoja seca. Apenas se quejaba, creo que lo tomó como la última desgracia y, como si en cierto modo, la mereciera. Hablé poco con ella del tema, la ingresaron en un hospital (cuando entonces había camas suficientes) y me dijeron de su fallecimiento una mañana cuando llegaba a visitarla. Las enfermeras no me dijeron que dijera nada antes de morir, ni siquiera que me dejara el anillo de plata, que compramos el día antes de casarnos civilmente, que siempre llevaba en su dedo índice.
Desde que ella no está, aunque parezca mentira, la echo de menos. He olvidado los desencuentros diarios que teníamos en los últimos tiempos y esta soledad tan invasiva supongo que es la que me lleva a añorarla; es posible que cuando uno se siente abatido y desesperanzado se aferre a un pasado que por serlo parece mejor. No sé, ni tampoco deseo buscar muchas explicaciones.
Lo auténtico ahora es que tengo mi casa como una pocilga, bebo como un poseso y me alimento de pan y manteca de cerdo, ya que es lo más barato, que compro congelada en el estraperlo del barrio. No sé hasta cuando me durará el subsidio de 426 euros que cobro por desempleo por ser mayor de cincuenta y cinco años, ya que el gobierno no para de amenazar con que las reservas monetarias del estado se acaban, ni hasta cuando soportaré mis tentaciones por quitarme la vida y dejar de pasar calamidades. Ha explotado en esta sociedad algo que se venía barruntando desde tantas décadas atrás: la salud como salvaje negocio lucrativo y la más que fehaciente desigualdad social. Los que poseen el dinero tienen más posibilidades de sobrevivir que nosotros y sus dioses, defensores y estamentos sanitarios están de su parte y les proporcionan vacunas y atención médica remunerada.
Yo ya sólo bebo y me expongo diariamente, de forma deliberada (me subo a lo más alto de la escalera de incendios y paso las tardes bebiendo), a ese aire infecto con el fin de que La Epidhemia acabe conmigo de una maldita vez.