Kabalcanty
Sobrevivientes (4)
Cuando aparcó el viejo Renault 5 vio cómo se iluminaba el piloto rojo de la reserva de combustible. Todavía podría volver a su casa y circular algo más pero estaba claro que con el coche tendría que dejar de contar. Llenarlo de gasolina era una tarea difícil y costosa por la escasez y comprarla a los estraperlistas estaba sólo al alcance de los acaudalados.
Comenzaba a amanecer cuando abandonó el coche para recorrer la manzana que le separaba de su cometido. Las calles andaban vacías, rutilantes las aceras con esa lluvia menuda que las teñía grasientas. Alguien descorrió un visillo a su paso y le vio enfundado en su impermeable amarillo con la capucha cubriéndole la cabeza. Caminaba aprisa aunque sabía que iba con tiempo suficiente. El bate de beisbol, que llevaba sujeto a lo largo de su brazo, estaba perfectamente oculto bajo el impermeable. Llevaba la mandíbula tensa, apretada en una mueca contenida, y los ojos fijos en el chaflán donde iba a guarecerse, justo en el remetido de una antigua tienda de aparatos sanitarios. Llegó y se plegó en el zaguán de la tienda.
Le vio venir con las dos garrafas de agua de ocho litros ajustando los fatigosos pasos al peso que tensaban sus brazos. Vestía una gabardina oscura y una gorra de la misma tela. Parecía un hombre anciano, cargado de hombros, que miraba hacia atrás y hacia los lados evidentemente celoso de su alrededor. Agarró el bate y esperó a que pasara. Le dio el golpe en la espalda, justo entre los omoplatos, con la destreza que le daba haberlo hecho ya otras veces. El viejo cayó de rodillas soltando las dos garrafas. Cuando trataba de recuperar el resuello, con las manos apoyadas sobre la escurridiza acera, el otro le cogió por las axilas para arrimarle contra la pared. "Lo siento, abuelo, necesito este agua. Ya sabes, sobrevivir", le dijo desde lo hondo de su capucha. "Maldito hijo de puta", contestó el anciano trabajosamente.
Metió las garrafas en el maletero del coche y arrancó el Renault 5. Consultó la hora en el luminoso del vehículo. Las gotas de la fina lluvia resbalaban sobre el parabrisas mientras los limpias las amontonaban en una línea ocre. El olor a fósforo del exterior apestaba el habitáculo y decidió aparcar en doble fila y liarse un pitillo de picadura para disipar ilusoriamente el fuerte olor.
Dejó el coche enfrente de la trasera de un supermercado. Los vigilantes jurados hacían su ronda gastándose bromas entre sí. Sabía que la tienda estaba bien vigilada como todas las tiendas que subsistían en los barrios acomodados de la ciudad; los barrios obreros dejaron de tener tiendas al poco de La Epidhemia y aquellas que quisieron seguir abiertas a pesar de todo fueron saqueadas hasta su exterminio. Si querías suministros de lo que fuera tenías que ir a los barrios opulentos a comprarlos o, preferentemente, a robarlos.
Ya lo hizo en otras dos ocasiones con lo cual se sentía fuerte en su determinación. Después de bajarse del coche fue al portal de la casa junto al supermercado. Forzó la puerta y fue hasta el patio comunitario. Se resbaló la primera vez al querer alcanzar de un salto el quicio de la ventana que daba al vestuario de los empleados. "Puta lluvia", maldijo, tocándose uno de sus tobillos. La segunda vez se izó sobre el alféizar y empujó la hoja de la ventana entreabierta. Pasó a la tienda, sacó un par de bolsas de rafia y comenzó a coger alimentos enlatados. El vigilante daba cabezadas al fondo del pasillo frente a un monitor que destellaba un fogonazo azulón. Hizo descender las bolsas llenas hasta el patio con una cuerda y, acto seguido, saltó él.
Cuando llegó a su vivienda todos le esperaban. Era pronto todavía, pero ya el acero del cielo tomaba un tono menos agresivo y una claridad áspera lucía sobre las fachadas de los bloques de viviendas de protección oficial. Se abrían perezosamente algunas persianas mientras el olor empalagoso de la achicoria se mezclaba con lo fosfórico del aire.
En la casa se acomodaban varias familias. Niños, viudas, su mujer y el único de sus hijos que salió indemne del azote mortal de La Epidhemia. Se juntaban diecisiete entre todos y él, único hombre, llevaba la responsabilidad de alimentar a todos. Su pesadilla era no contagiarse para no dejar de ser la providencia de todos los demás. La rapiña era la única forma de subsistir para los necesitados y él era ya un avezado ejemplar muy considerado en el barrio. Comenzó torpemente, haciendo ascos por hacerse con lo que otros acaparaban, sin embargo la miseria extrema le hizo aguzar la inteligencia y despojarse de la moral.
Sobrevivir exigía aprender a vivir de nuevo y con leyes nuevas que cada cual adaptaba a su carencia. Nadie preguntaba de dónde provenían los víveres que él traía, todos comían y trataban de sonreír contra viento y marea.
— Ramón, -le dijo su mujer, haciendo un apartadillo de los demás- la Manuela tiene el sarpullido debajo del sobaco. Se lo vi esta mañana mientras se aseaba; se echa el jugo de la aloe vera del tiesto.
Ramón desvió la mirada y se fijó en la ansiedad de Manuela comiendo en la mesa de camping que había en el comedor. Meneó la cabeza y encaró a su mujer.
— Se supone que el contagio está en el aire, en el albedrío, en la puta suerte, que no hay contacto directo entre las personas........pero nadie está seguro de nada.
— ¿Entonces?
— Tendremos que hacerle ver que es peligrosa en el grupo -dijo Ramón sopesando las palabras- Es un riesgo para sus propios hijos.
— ¿No podrías conseguir una vacuna para ella? -su mujer le dijo poniéndole las manos sobre el pecho- Sé que tú podrías hacerlo.
Él se retiró de ella. Observó caer la lluvia ácida desde la ventana. Una inaudita urraca se refugiaba bajo la panza de un canalón sacudiendo el pico como si estornudara.
— La jodida vacuna.
Llegó a decir entre dientes.