Manuel Pérez Lourido
La agonía de los primeros días
Un año más, y nuevamente sin saber cómo, desemboqué en una tarde extrañísima. Era la de mi primer día de vacaciones de verano. Para soportar la extrañeza de no tener nada que hacer al día siguiente caí en brazos de una compulsión: tras terminar de comer me propuse ir a hacer la compra semanal. Y así se lo indiqué a mi mujer. No puedo hacer la compra solo porque me pierdo: acabo comprando cosas que no necesito y comiéndomelas antes de llegar a casa. En fin, materia de otra historia, en otro momento. Lo cierto es que insistí en lo de hacer la compra de inmediato hasta aburrir a mi señora que en esos casos no se rinde a la primera. Pero era demasiado fuerte la intuición de que aquella acción descabellada (salir pitando al super sin hacer la digestión) encerraba el secreto para sobrevivir las primeras horas de aquella tarde, la que inauguraba una larga lista de días sin obligaciones. Cogimos el coche como quien se escapa a Las Vegas. O como quien huye de Las Vegas, tanto da. Compramos con escrupulosidad todo lo que hacía falta, sin equivocarnos, siendo yo observado de reojo, de frente, de perfil... cada vez que estiraba el brazo para coger algo. Solo se me permitió hacerme con una piña que no estaba incluida en el guión y solo porque insistí, sin llegar a mencionarlo siquiera, en que aquella piña guardaba el secreto de la perfecta transición hacia los días donde podías comer casi lo que te daba la gana porque estabas de vacaciones, y en vacaciones ya se sabe. Ese era un mantra que había calado profundamente en mi: "en vacaciones ya se sabe". Justificaba cualquier tipo de excentricidad que brotase de mi psique, en un intento desesperado por superar el trauma de la brusca ruptura de la rutina.
Llegamos a casa, desembarcamos las vituallas, las colocamos en diversos lugares de la cocina y luego me fui directamente a tumbarme sobre la cama de nuestro dormitorio: estaba agotado. Llevaba varios días con la presión arterial baja, por culpa de la otra presión: la del parón laboral. Me entregué al cansancio como un cachalote varado en la arena, cerrando incluso los ojos. Intenté imaginarme el verano pero la certeza de que estaba tirado en cama a deshoras sin preocuparme por lo que tenía que hacer después, o mañana, o pasado mañana, era demasiado para mi. Hubiese dado cualquier cosa por quedarme dormido, pero me quedé despierto. El estado de alerta por haber ingresado en las vacaciones era como un estado de sitio. Estaba rodeado de la ausencia de obligaciones y aquello resultaba insoportable. Solo el hecho de ser incapaz de levantarme de la cama a no ser que un médico cerficase que la tensión baja no era para tanto, mantenía el agobio reducido y maniatado. Le pregunté a mi mujer si había algún médico en casa, me miró como si estuviese trastornado y volví a cerrar los ojos.
Lo último que recuerdo fue el timbre del teléfono, que dejé sonar tres veces por si había conseguido dormirme y se trataba de un sueño. Luego descolgué. Mi hermana quería que le comprase una gorra de visera a no sé quien, que no podía porque estaba sola con los niños y tenía que hacer un regalo aquella tarde. Le contesté, entusiamado, que gracias, que lo haría de inmediato, que merced a ese recado había recuperado las ganas de vivir y que me iba a poner a recuperar mi existencia inmediatamente.