Manuel Pérez Lourido
Cosas de clase
Llevo media vida trabajando con niños y he aprendido mucho de ellos. Hay días que trabajo con ellos y otros en que lo hago a pesar de ellos, ya se sabe lo que son los niños. O no. Lo cierto es que solemos asumir algunas cosas que luego la realidad desmiente. Por ejemplo: los niños pueden llegar a ser tan atravesados, o más, que cualquier adulto. Carecen de nuestro cinismo, pero calculan mal. Cuando se ponen a humillar a un compañero es mejor llamar a la policía. Te cuentan cosas que tú jamás dirías a tu mejor amigo ni borracho como una cuba. Se entregan a tareas que parecen disparatadas espoleados por el mero hecho de que les parecen un disparate. Cuando se aburren no disimulan. Por otra parte, suelen ser sencillos (si no los hemos estropeado en casa) y dispuestos a confiar en cualquiera que les mire a los ojos. Es fácil despertar su entusiamo con una buena historia. Recuerdo el asombro de un colega novato al salir de un aula de muchachos de 12 años. Era profesor de plástica y los había estado liando para colocarles una lección sobre no sé que aspecto de la asignatura. Me lo encontré en el pasillo, eufórico, intentando asimilar lo ocurrido: "Barro, tío, puedes hacer barro con estos chavales". También te pueden tirar el barro a la cara. Todo va a depender de cómo te muestres tú. El difícil equilibrio entre colegueo y autoridad, debilidad y firmeza, límites y permisividad. Quien trabaja con críos sabe que lo primero que ha de ser es funambulista. Si pierdes el equilibrio te puedes romper la crisma, la tuya o la de alguno de ellos si les caes encima.
Hay una sustancia a la que llaman vocación con la que la muchos profesionales nos llevamos mal, porque suele confundirse con tonterías como que no sufrirás si te la inyectas en la vena. Claro que habrá días que lo pases mal, y semanas, y puede que meses enteros. Te vas a pelear con todo tipo de dinámicas que no vas a poder revertir porque los niños que las provocan primero las padecen. Y está fuera de tu alcance la solución, ya que es compleja y afecta a otros ámbitos. La vocación en esos casos se llama no arrojar la toalla, perseverar, curso acelerado de empatía y también parte de incidencias. La vocación se sustancia en cumplir tus obligaciones y salir del aula con la conciencia tranquila. La vocación es no rendirte nunca, darle vueltas a los problemas, buscar soluciones imaginativas. La vocación es no tener nunca que decir lo siento. Bueno, esto viene de otra cosa, pero encaja bastante.
Dice J.A. Marina que para educar a un niño hace falta la tribu entera, pero el profesor es uno de los indios con los que más tiempo va a pasar cada día. Y no hay profe que no haga el indio, es simplemente resultado de la naturaleza humana. Los problemas son más graves cuando te vistes de vaquero. Y a veces una cosa lleva a la otra: te pintas de indio para pintar la mona y relajar el cotarro y terminas enseñando la estrella de sheriff porque se desmandan. Siempre el equilibrio.