Kabalcanty
Una debacle en el colegio
Aquel viernes iba a ser el último día de la señorita Cleo como profesora de dibujo en el colegio.
— ¡No "pretes" tanto el lápiz sobre la lámina, Pérez-Rioja!
Roque quiso decir que ese no era exactamente su apellido, pero ella le fulminó con su mirada estricta tras sus gafillas redondas.
— Y eso también va para todos los demás: "pretáis" mucho el lápiz.
Era larga, flaca y tiesa como una vara, de gesto adusto, ojillos de ratón, nariz de punta redonda y el pelo recogido en una sempiterna coleta. "Es la Olivia, la de Popeye", dijo desde el primer día Candel, mi compañero de pupitre, y con ese mote se quedó mientras estuvo en el colegio.
Cuando llegamos de nuevo al colegio el lunes, algo raro flotaba en el ambiente. Don Ramón fumaba alocadamente fuera de la clase lanzando sus bocanadas de humo con un silbido estridente y haciéndole gestos de impotencia a la señorita Isabel, su mujer y también maestra nuestra. Lucía, la maestra de los párvulos, estaba cruzada de brazos juntos a ellos con los ojos bajos, meditabunda. Poco a poco, dentro de las clases, el jolgorio por la ausencia de los maestros iba creciendo. A nosotros no nos importaba lo que ocurría, lo bueno era que nadie nos controlaba y dábamos rienda suelta a nuestras ganas de jugar en un sitio en el que nunca podíamos.
— Mira a Uceta, mírale.
Soler, servido de la carcasa transparente de su bolígrafo BIC a guisa de cerbatana, lanzaba bolitas de papel mojado a quien tuviera a tiro.
Maya le había dado un sonoro palmetazo con su regla de geometría a Adolfo en todo el cogote y ambos se peleaban medio en broma, pupitre de adelante contra el de atrás.
Ortega me puso sus dedazos manchados de tinta sobre mi cuaderno de Francés.
— ¡Cabeza buque! -le dije, mientras él se desternillaba de risa.
De pronto, como si fuera un huracán, entró en el aula don Ramón. Un súbito silencio timorato se adueñó de la estancia. Se plantó en el centro y nos examinó con su mirada justiciera y desafiante, bajo la visera de sus cejas espesas, alborotadamente fieras, buscando culpables. Prendió otro "Bisonte" y lanzó la cerilla bajo la mesa profesoral. Estirado su cuello y con la cabeza echada hacia atrás, nos escudriñaba desde su atalaya a la vez que hablaba con un marcado aire de suficiencia docta.
— Estamos esperando a la señora directora Patrocinio porque tiene que comunicaros algo importante. Así que no quiero oír ni el zumbido de una mosca cuando salga por esa puerta. ¡Leal, cuida que esto no se alborote y apuntas en el encerado a todo aquel que lo haga!
Leal era un alumno más pequeño, de primero de bachiller, pero casi siempre era depositario de la confianza de los maestros. "Tiene pinta de curilla, ¿no lo ves?", decía mi compañero Candel refiriéndose a Leal.
La sensación de un desastre de proporciones inverosímiles se hizo más patente cuando llegó la directora Patrocinio con su inseparable dama apostólica Juana. Estuvieron todos hablando en el hall de entrada al colegio bastante rato (los de la fila de pupitres más separados de los balcones, donde estábamos ubicados Candel y yo entre otros, veíamos las incidencias a través de un ventano inverosímil en la pared). Tuvieron que sacarle una silla a la directora y llevarle un vaso de agua. Los maestros la rodeaban y asentían con gesto serio sus comentarios negando con la cabeza. Subidos sobre la banca del pupitre pasábamos información a los demás haciendo caso omiso a las recomendaciones de Leal.
— No estamos armando bulla, macho. -le decía Alcántara al cuidador para aplacar su celo.
— ¡¡Qué vienen, qué vienen!! -vociferó Soler, bajándose del pupitre.
La directora Patrocinio, de costumbre con el semblante doliente de una mártir, aquella mañana parecía una auténtica "Magdalena", como decía entonces mi abuela. Tenía los ojos hinchados y la boca abierta en un rictus de abatimiento. Se fue a sentar en la mesa del profesor y con ella, inevitablemente, la apostólica Juana. El resto del séquito se quedó a la entrada del aula, excepto don Ramón que, antes, dio un vistazo de halcón peregrino a las filas de pupitres.
"Mira don Mamón, tiene la misma mirada que Falconetti", me dijo Candel, parapetándose en su mano para hablarme.
— Queridos alumnos: desde mañana mismo la señorita Isabel también será vuestra maestra de dibujo en sustitución a Cleo. -hizo un inciso forzoso, cerrando un instante los ojos, al pronunciar ese nombre. Juana, a su lado, refulgiendo el crucifijo de su pechera a la claridad que entraba desde la calle Ponciano, asistía impertérrita, fruncidos los labios y oteando el más allá cual adalid inquisitorial- Un imponderable, alejado de los caminos del Señor, me obliga a tomar esta decisión de la cual ahora estoy segura de su eficacia. Alabado sea Dios.
"Alabado sea", contestamos todos los demás.
Luego siguió su charla para después secundarla otra más breve de la apostólica Juana sobre la moralidad y su uso en aquellos años cenicientos de comienzos de 1970.
Tuvimos que esperar a la tarde para enterarnos verdaderamente del asunto por boca de Zaragoza, esmerado cotilla desde su más tierna infancia, además de vecino colindante con el colegio.
— La Cleo que se ha fugado con el padre Miguel este fin de semana. Está el barrio "alborotao". A mi madre se lo ha dicho la Basilia, la que limpia la capilla del colegio.
Nos dijo en la acera de enfrente del colegio con todo su entusiasmo.
— ¡Hostias con la Olivia! -exclamó Candel, sacudiendo sus dedos índice y corazón.
— El padre Miguel ¿el que nos dabas las charlas en el mes de las flores? -dije con toda mi indeleble ingenuidad.
— Pues claro, copón -me dijo Emilio, riéndose con su soniquete agudo.
Al día siguiente, la señorita Isabel, nos hizo dibujar un jarrón con flores que debíamos copiar de una lámina de Emilio Freixas. A mí me salió horrorosamente mal y a Roque Perezagua (ya no Pérez-Rioja) estupendamente. La vida escolar seguía por caminos similares a los habituales y la señorita Cleo por otros ya muy diferentes.