Kabalcanty
Sobrevivientes (1)
Salió de la boca del suburbano para tomar la avenida y girar en la tercera bocacalle. El barrio parecía desierto; alguna persona que, como él, regresaba del trabajo y comprobaba el deterioro circundante con la cabeza gacha. Locales vacíos, llenos de polvo, conservando algunos el letrero de "se vende", "se alquila", y sumidos en la oscuridad y el ostracismo; portales y fachadas viejas, deslucidas, deterioradas, incapaces de volver siquiera al esplendor modesto que les otorgaba ubicarse en una zona obrera de la ciudad. Desde algunas ventanas titilaba el resplandor de una pequeña fogata familiar que sirviera para combatir el frío del invierno. Nada era como antaño y, sin embargo, todo se parecía en su fondo a la miseria de siempre.
Llegó a su casa y se sacudió los pies antes de entrar en el esquinazo que limitaba la escalera comunitaria.
Dentro olía a guisote y se escuchaba el sonsonete de un aparato de televisión.
— ¿Todo bien? -dijo, desembarazándose de la ramplona cazadora de poliéster.
Ella desvió la vista del televisor y asintió descuidada. Tenía el cabello entrecano, recogido en una floja coleta, unas ojeras profundas y un ligero temblor que agitaba el extremo de sus dedos.
— Bien......igual que siempre -contestó, volviendo a las imágenes.
Poco tiempo después, estaban sentados en unos sillones destripados mirando las imágenes en silencio. Se escuchaban a la vez los gritos de la pareja de vecinos de arriba que discutían acaloradamente.
Ella tomó la botella que tenía en el suelo, a un lado de su butaca, y llenó el vaso turbio que tenía apoyado en una descascarillada mesa de formica.
— Joder, tú sigue dándole a la botella -dijo el hombre con reproche.
Ella ni le miró, llenó el vaso y dio un trago largo, codicioso.
— ¿Cuando dejamos de amarnos?
Ella le preguntó nada más posar el vaso, sin fijarse en él, entregada a las imágenes que daban por el televisor.
— Qué pregunta, me haces reír -dijo él, esforzándose en sonreír- No creo que esa sea una autentica prioridad en nuestra puta vida, no. Y si te refieres a antes, antes todo era diferente; y si no pregúntaselo a cualquiera de los desgraciados que viven en este barrio. La miseria deteriora.............. - hizo una pausa para escarbar en sus adentros- absolutamente todo, todo.
Siguieron mirando las imágenes en silencio durante largo rato. Ella se llenó el vaso otras dos veces, él, abiertos los brazos sobre el respaldo de su sillón, acomodaba su gesto adusto a la vez que se le entornaban los párpados soñoliento.
— ¿Hay cena? -preguntó más tarde él, incorporándose.
— Si.......- ella hablaba siempre con lasitud, sacando las palabras de muy en el fondo- Ya sabes, patatas cocidas con perejil y laurel.
En la cocina, él se sirvió un par de cazos del guiso. Vio por la ventana la noche definitivamente oscura, las farolas apagadas, rotas algunas su cubículo de cristal. Algunas ventanas rojizas de las fogatas, otras iluminadas al bamboleo de las velas y, las menos, irradiando una lucecita amarillenta.
Cenó en la cocina a tientas y volvió a la otra habitación.
— ¿No cenas? -le preguntó a ella desde el umbral del cuarto.
— No, sólo bebo. -dijo ella sin mirarle, contemplando las imágenes que iluminaban el rostro de ella y que agrandaban formas chinescas en la estancia.
— Eso no soluciona nada. -dijo él y le asaltó un bostezo- En fin, me voy a acostar, mañana tengo que entrar antes para descargar otro tráiler del medicamento para la epidemia.
Hizo intención de desaparecer por el dormitorio.
— ¿Nunca has pensado que si esto es vida, que si merece la pena vivir así? ... Si.......sobrevivir ¿es vivir? - le dijo ella de sopetón, mirándole brevemente esta vez.
Se retocó el pelo por detrás de las orejas y posó sus ojos en el suelo desconchado de linóleum.
— Hace tiempo que no pienso -contestó- Y me siento afortunado de tener un jodido trabajo de mierda que nos permita comer patatas todos los días y vivir en esta casa ruinosa......y pagar tus borracheras. Sólo eso me preocupa, además de no contagiarnos con la epidemia y morirnos de asco sin podernos pagar un médico. Tenemos chorra al fin y al cabo.
Ella escurrió lo último que quedaba en la botella con delectación, escudriñando cómo goteaba el líquido ambarino.
— A tu salud -dijo ella, elevando el vaso hacia él- Que descanses.
Él desapareció por la puerta del dormitorio y la cerró dando un portazo.
Entonces fue cuando ella se levantó ligeramente la sudadera para comprobar el sarpullido que iba tomando espacio desde su cadera izquierda. Sintió el relieve áspero y cómo su carne se chafaba al avance de la erupción. No dolía, apenas una molestia leve al roce con la tela de algodón, pero progresaba sin descanso. Se dejó caer la sudadera y se levantó a por otra botella. Tenía dos más, escondidas en un paño dentro del lavavajillas que no funcionaba hacía años. La abrió y escanció en el vaso temblándole el pulso hasta desbordar parte del licor. Luego bebió largamente, tragando con voluptuosidad, sabiendo que apenas quedaba resquicio para el raciocinio, sabiendo que la ebriedad era un autentico pensamiento venial, un rastro de felicidad.