Kabalcanty
Historia simple de la crisis y un ilusionante corolario
En un mundo del que ahora mismo no deseo acordarme ocurrió que llegó el momento que a los poderosos les pareció que los plebeyos tenían demasiados privilegios, que sus salarios eran en exceso cuantiosos, que su libertad condicionada les estaba haciendo hasta peligrosos, y que, acaso, las nuevas generaciones, los hijos, podían saber lo inconveniente. Los poderosos se reunieron de urgencia y acordaron una medida drástica para cortar esa tendencia: provocar una crisis a nivel mundial.
En pocos meses escaseó el trabajo y los salarios se congelaron mientras los artículos de consumo diario y primordial comenzaron a subir sus precios de forma desmesurada. Hubo huelgas, tumultos, voces discordantes que clamaban contra esa llamada crisis que, según todos los medios de comunicación, no había hecho nada más que empezar. Los gobiernos de los países más desarrollados del mundo emitían comunicados, por voz de sus presidentes electos en sufragio universal, alertando a la masa plebeya de su inoperancia para afrontar la recesión, mientras los poderosos, poco dados a mostrar su apariencia en público, pactaban en secreto con los gobiernos medidas para agudizar más la crisis.
La esencia de la crisis mundial estaba surtiendo el efecto principal y premeditado: el miedo. Pronto los oprimidos comenzaron a sentir el temor por perder lo poco que poseían, viendo como muchos de los de su semejante condición social se iban haciendo míseros menesterosos y se desmembraban familias enteras por causa de la escasez. Los poderosos escondían a buen recaudo sus bienes y esperaban pacientes mejores tiempos para arrasar definitivamente. Los pocos asalariados veían cómo no sólo se congelaban sus jornales, mientras que la inflación se disparataba, sino que mermaban paulatinamente sus estipendios. Se reclamó a sindicatos y asociaciones populares para clamar contra ese retroceso que embarcaba, sin duda, a la pobreza extrema, sin embargo, los poderosos ya habían contado con eso y cubrieron de privilegios monetarios a los dirigentes sindicales para que, sin dejar de escuchar las quejas de los plebeyos, paralizaran, a la postre, cualquier clase de movimiento de protesta social; se protestaba en periódicos, televisiones y mítines populares pero nada realmente contundente pasaba.
Con el miedo surgió la quiebra entre los plebeyos: los asalariados comenzaron a desconfiar de quienes ya no lo eran. Preferían trabajar el doble y cobrar la mitad con tal de que otro no amenazara sus puesto de trabajo. Se fue instaurando como pensamiento único que hasta el trabajo más mísero era un don divino, una gracia que había que corresponder con el debido servilismo.
Tan sólo unos pocos, la mayoría hijos de plebeyos de una parte y de otra , comenzaron a sospechar, a agruparse, a hostigar despaciosa pero persistentemente.
Ni que decir tiene que los poderosos celebraban efusivamente los efectos de su crisis y que ponían y quitaban gobernantes para dar una sensación de cambio que jamás llegaba. Incluso se atrevieron, aconsejados por una eminencia en el manejo de masas, a mencionar que el final de la crisis estaba cercano. Esa palabra que les devolvió la absoluta omnipotencia parecía ya demasiado gastada y, aunque todo siguiera igual, era conveniente dejar de mencionarla con tanta reiteración. Se comenzó a hablar de "salida", de "nuevos tiempos", de "relanzar la economía", y se distribuyó convenientemente en medios de comunicación, políticos, visionarios de moda y gobernantes. Los plebeyos estaban divididos y manejables, y la riqueza seguía firmemente asentada y dirigiendo el planeta en la sombra tal y cómo debía de ser.
Cierto día, mediada la primavera, aprovechando la noche, apareció un asentamiento en la Plaza Principal de un país cuyo nombre ahora mismo no recuerdo. Eran unos miles entre mujeres y hombres, la mayoría jóvenes, hijos de plebeyos asalariados y que dejaron de serlo, y que desde su absoluta precariedad e inexperiencia se instalaron en tiendas de campaña improvisadas y lanzaban al mundo entero desde allí proclamas que decían lo que muchos pensaban y nadie pronunciaba. Gritaban, ante el desconcierto de los poderosos, sobre la mentira de la crisis, cantaban sobre la prosperidad y la igualdad, debatían sobre los ricos y los pobres, soñaban y no les importaba proclamarlo a los cuatro vientos. Su actuación atrajo a muchos miles más al lugar y su repercusión mundial fue clamorosa. Estuvieron asentados un par de semanas hasta que los poderosos, al principio sonrientes, incrédulos y flemáticos, presionaron al gobierno para que los echara del lugar. Y así se hizo.
Más tarde, esos pocos que sospecharon en un principio, que se reunieron inopinadamente en la Plaza Principal, esos jóvenes que iban madurando en sus ideas llegaron a decirle "no" en las mismas barbas de los poderosos. Algo estaba funcionando mal y los poderosos comenzaban de nuevo a temer.