Beatriz Suárez-Vence Castro
Desde mi ventana
Todos los días, desde mi ventana, asisto a un milagro. Aparece puntual. Es un héroe para mí aunque no viste capa, y en lugar de espada lleva un bastón blanco. Su única máscara son unas grandes gafas oscuras. Cuando miro a través del cristal, arreglando mi casa, antes de ir a trabajar, me paro un rato a observarle. A veces no puedo porque, como bien dice la frase lo urgente no deja tiempo para lo importante y, en lugar de ver como completa su asombroso recorrido, tengo que abandonarle a mitad de camino. En ese recorrido que él hace, consiste el milagro.
La primera vez que le vi, puede que haga ya un año, tuve el impulso de bajar ayudarle porque era la viva imagen del desvalimiento, ciego, anciano, caminando a pasitos cortos ayudándose solo con su bastón blanco para no tropezar. Luego comprendí que no quería que le ayudaran. Estaba entrenándose, acostumbrándose a su condición. Recorriendo solo su carrera particular de apenas doce o quince metros.
Me indignaba que nadie de los que pasaban a su lado tuviese una palabra para él. Pero no parecía importarle. Allí seguía como un islote tranquilo en un mar de prisas, caminando despacio y seguro a pesar de su ceguera.
Ayer hubo un cambio en medio de su rutina, y también de la mía, que tantas veces, sin conocernos y sin ajustar ambas, llegan a coincidir en algún momento. Un hombre se le acercó, intrigado, como yo, por lo que hacía. Se paró a su lado y a continuación interpreté lo que estaba sucediendo por los gestos de ambos porque desde mi ventana no podía oír lo que estaban hablando. Le preguntó algo y mi héroe contestó sonriendo. El hombre volvió a hablarle y, cariñosamente, como si fuera su hijo le acercó la mano a la cara y retiró algo de ella, que quizá con el viento se le habría pegado. Hablaron un instante más. El hombre le estrechó la mano y se fue.
Me sentí muy feliz porque aquel hombre, sin saberlo, había roto la estadística de personas tímidas y un poco cobardes en que nos hemos convertido, pasando de largo o mirando desde nuestras ventanas sin atrevernos a ayudar a nadie. Ni tan siquiera por satisfacer nuestra curiosidad.
Ese día entonces decidí que, fuese lo que fuese tan importante que tenía que hacer en el trabajo, decididamente, podía esperar. Y continué mirando para poder acompañarle, esta vez sí, aunque fuera solo desde mi ventana, su recorrido.
Corroboré entonces la idea que me había hecho de que se alojaba en la residencia de ancianos al lado de la cual tiene lugar su particular prueba de resistencia, porque finalizó el recorrido a su puerta y una enfermera salió para ayudarle a entrar.
El milagro que esta persona realiza consiste en sobreponerse a todo lo que podría hacerle más difícil su vida y afrontarlo. No rendirse, como muchos quizás haríamos en su situación. Porque anciano y ciego, tiene toda su vida, la vida que le queda, por delante y la vive, a su manera, tan intensamente como cualquier campeón olímpico.
La mañana había empezado mal para mí por circunstancias personales ese jueves tres de Mayo y, sin embargo, ver como mi héroe completaba su recorrido y hacía amigos durante él me dio la paz y la fuerza que necesitaba para empezar lo mío, para afrontar el día, siguiendo su ejemplo.
Porque nadie sabe ni cuándo ni dónde nos espera un milagro. Porque existen los héroes, que nos dan lecciones sin pretenderlo, al otro lado de la ventana.