Kabalcanty
La casona de la vieja Sabiñe (Parte II)
Di una vuelta a la casa para ver si había algún acceso que me permitiera entrar pero no hallé nada. Al final tuve que romper el cristal de la ventana, quitar el pestillo y saltar al interior ayudándome con una vieja maceta que puse bocabajo.
Quité importancia a la fatalidad y cené tal y cómo tenía previsto. Con el estómago lleno y la fatiga del viaje, decidí que lo mejor era irme a la cama y esperar al día siguiente para comenzar auténticamente mis vacaciones. Ya era noche cerrada y desde la ventana de la habitación se veían cabecear los abetos a costa de un viento súbito que silbaba entre los entresijos de la casa.
No había conciliado todavía el sueño cuando escuché un extraño sonido en el suelo. Parecía como si alguien escarbara bajo las baldosas, al principio levemente, así como si probara la dureza, y después con auténtica vehemencia, casi enloquecidamente. Me considero un hombre razonable, pragmático, que nunca creí en algo que no fuera tangible y explicable, sin embargo aquel ruido me empezó a poner nervioso.
Me levanté y busqué alguna entrada para lo que se suponía un sótano, el lugar lógico desde donde podía venir el sonido. Hallé un portón bajo la escalera que daba acceso a las habitaciones. Lo abrí con cierta cautela, quitando con el pie la nube de telarañas que tupían una escalera angosta, y buscaba una luz para bajar. Estaba averiguando alguna llave de luz, cuando escuché cómo alguien o algo comenzaba a ascender por la escalera. Subía lento pero con pisadas intensas, que resonaban en eco en aquella estancia oscura, y un profundo resuello que me heló la sangre. Cerré con violencia la trampilla y, preso ya de una agitación que empezaba a no controlar, arrastré un gastado sifonier para tapar aquella puerta.
Los arañazos en el suelo seguían cuando regresé al cuarto, y si cabe, con todavía más fogosidad. Traté de hallar coherencia a la situación sentándome sobre la cama, cerrando los ojos y tratando de relativizar. Cuando abrí los ojos alguien me observaba desde la ventana. Fue una aparición repentina que no dejó que la mirara más que unos segundos. Corrí a la ventana y creí ver una figura con un pañuelo atado a la cabeza que se perdía en uno de los esquinazos de la casa. Afuera el viento soplaba tempestivo y nubarrones renegridos surcaban veloces el cielo.
Podía pedir ayuda desde mi teléfono móvil, pero quien iba a creer las alucinaciones de un forastero que no atajaba a explicar lo que le estaba ocurriendo. Pensé que si alguien en similares circunstancias hubiera reclamado mi ayuda le hubiera tomado por chiflado o por alguien insomne que me gastaba una broma.
Cavilando esto, vi con horror cómo la pared de frente a mí se teñía de un liquido pardo que chorreaba viscoso desde el techo. Despedía un hedor vomitivo e irrespirable que pronto me hizo tratar de salir de aquel cuarto que supuse antes como reparador de mi cansancio. Escuché un fuerte estruendo dentro de la casa para seguidamente oír cómo alguien o algo trajinaba en la puerta del cuarto donde me encontraba. Al tratar de salir comprobé que la puerta ya no cedía. Tiré con todas mis fuerzas, ayudándome con los pies, pero fue inútil. Estaba bañado en sudor notando el corazón galopar desbocado en mi pecho. Mi íntegro raciocinio de siempre daba muestras de debilidad y no atajaba manera de volverlo a su estabilidad. El liquido nauseabundo llegaba ya al suelo y los afanosos arañazos bajo el suelo proseguían. Sentía cómo mi estado de nervios ganaba metros y más metros y me inmovilizaba en una fase involucionista. Me costaba pensar cada vez más y solamente me apetecía gritar pidiendo un auxilio infecundo en aquella casa aislada del mundo.
Ni siquiera discurrí, fue un acto reflejo el que me impulsó a abalanzarme sobre la ventana y tirar de la cerradura que clausuraba sus hojas. Me reía sin control cuando sentí en el rostro el aire fresco de la noche, pero un fuerte golpe en la cabeza me devolvió al interior. Aparecí despatarrado en el suelo de la habitación, con un dolor terrible en la frente y empapado un brazo con el liquido hediondo. Sentí la tentación de llorar, de quedarme quieto en el suelo y dejar que me pasara lo que fuera. No lloré entonces, pero sí segundos después cuando escuché y vi cómo quien fuera, entre unas risotadas dementes que venían desde el disfrute más placentero, clavaba un tablero de madera tapando la ventana. La risa enloquecida, al compás del martilleo frenético, el rozamiento entusiasta y el fluido apestoso que me empapaba los pies, acabaron por hincarme de rodillas y, con la cabeza entre mis piernas, sollozar convulso. ¿Qué era aquello que me infringía tanto desánimo y me hundía en la desesperación y el horror? ¿Era cierto que la vieja Sabiñe tenía embrujada la casa y martirizaba a quien la habitaba? ¿Existía realmente lo desconocido y acechante?
Ahora sí, como última solución desesperada, fui hasta la mesilla y cogí el móvil. Tecleé el número de emergencias e ipsofactamente me di cuenta de que no tenía cobertura. La batería del teléfono estaba llena, a rebosar, y parecía escudriñarme con conmiseración. Comenzaba a dolerme el centro del pecho y la respiración me resultaba fatigosa, anhelante, cuando me tendí sobre la cama. Seguía el martilleo en la ventana, el cuarto se inundaba de hedor y parecía que en cualquier instante alguien o algo acabaría por asomar de debajo del suelo. Sentía que el miedo a lo desconocido e inquietante me sobrepasaba, que mi razón era un montón de escombros, que la posibilidad de desembarazarme de aquella claustrofóbica situación se desvanecía por segundos.
Y, desde la cama, comencé a teclear todas estas palabras en un sms que no puedo enviar. Si alguien llega alguna vez a leer esto, si llega a empatizar conmigo y me cree, si todavía conserva una razón que a mí ya me escasea, le pido por favor que haga lo posible e imposible para que nadie habite la casona de la vieja Sabiñe.
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— Para mí que ya está más seco que el ojo la Inés. -dijo uno de los hombres, mirando a través de las rendijas de la madera que parapetaba la ventana.