Manuel Pérez Lourido
Messi
Quien me conoce un poco sabe que tengo tanto de culé como el juego de palabras que estoy a punto de hacer con ese término, y que les ahorraré. Voy a perpetrar una entrada para listos en honor del extraordinario talento futbolístico de Lionel Messi. Debería emprender la tarea con un par de textos similares sobre Don de Lillo o D.Foster Wallace, no solo por quedar de culto sino porque los admiro más que al argentino, pero tendría que tirar de google, contrastar datos, rebuscar citas en algún libro... en cambio todo lo que quiero decir el pibe lo tengo (clavado) en la memoria. Si una imagen valiese más que mil palabras, Messi sería el mejor escritor del mundo porque ha pintado imágenes de un belleza exquisita sobre un fondo verde. Y porque tiene la manía de repetirlas con obstinada reiteración.
Messi no es guapo, ni siquiera tiene un pelaso. Es tímido, menudo, parco en palabras. Tenía todas las cartas equivocadas en la mano, pero en los pies guardaba una inteligencia motriz que pondría el mundo ante ellos. Recuerdo perfectamente cuando lo vi por primera vez, en un Gamper ante la Juve, tenía 18 años (Messi) (yo estaba despatarrado en el sofá, fondón y cervecero). Sembró el pánico en la defensa italiana la segunda vez que cogió el balón. La primera ni lo vieron, alguien acabó haciéndole falta, casi por hacer algo. (Esto se repetiría hasta la saciedad, como saben).
Los movimientos de Messi con el balón carecen de la elegancia que tenían los de un Zinedine Zidane o un Redondo, pongamos por caso, quienes le ganaban en apostura física y capacidad para moverse aparentando que no les suponía esfuerzo. Messi tiende a inclinar un poco la cabeza, otro poco el cuerpo, deslizar loctite entre el balón y su zurda y embestir a cuanto defensa sale a su paso, sólo para engañarle saliendo por otro lado. Biodramina en el descanso debió tomar más de uno. Puede alguno apuntar que eso también lo hacía mucha otra gente. Pongamos Onésimo, por citar un compatriota. Pero es que donde otros se recreaban en su caracoleo hasta terminar ellos mismos mareados, Messi tenía el punto de mira en la portería desde el principio y no cejaba hasta depositar allí el cuero, normalmente de un disparo preciso y seco, más eficaz que potente, más afilado que deslumbrante. Si despierta admiración su chut es porque la pelota se cuela por donde no llega el portero. Esto parece una perogrullada, pero es que pocos goles de Messi entran sollozando o pidiendo permiso o tras tropezar en otro cuerpo. Este chico incluso logra dianas con la cabeza: una pulga en el área pequeña de todos los mordiscos juntos.
Hace mucha falta en el fútbol gente con la perseverancia de Messi para jugar al fútbol. Y lo mismo cabría decir de cualquier otra profesión. Al márgen de su talento, su despliegue balompédico ha ido enriqueciéndose con los entrenamientos y la competición, sin menguar su deseo. Siempre está ahí cuando el equipo no se sabe dónde está o cuando la suerte no comparece. Juega y deja jugar: hace mejores a los de su misma camiseta y torna en tarugos a los rivales.
Cuando Lionel Messi pone en marcha su motor de cuatro tiempos, el equipo rival traga saliva, todos saben que pasará por delante suya, o por un lado, o por el otro, un balón de fútbol con una bota detrás y una flaca figura a la que decir adiós igual que al partido. Messi es aquel compañero chupón que teníamos en el colegio y al que siempre devolvíamos el balón si queríamos ganar. En realidad el balón era de su propiedad, estaba fabricado para obedecerle, tenía un mando a distancia y nosotros no: uno ya no sabe como definir lo que este hombre hace con un juego tan sencillo. "Darle patadas a un balón" es la cantinela eterna de los detractores de este deporte. Pero Messi sólo patea el balón segundos antes de lograr el gol, antes no da tiempo ni de ver que es lo que ha pasado.
No pensé que llegaría a extenderme tanto y tengo la sensación de que no he contado nada nuevo. Eso parece suceder también con Messi cuando ha terminado el partido.
20.02.2013