Kabalcanty
En el Pabellón Azul
Rompió a llorar una vez alcanzada la Plaza de Santo Domingo, justo en el esquinazo donde antiguamente se ubicaba "Electricidad Carral". Sus padres le habían cambiado de colegio y era su segundo día entre sus nuevos compañeros. Era un colegio "de pago" que por aquellos años sesenta en España era algo así como decir un lugar donde "verdaderamente te enseñaban y mantenían disciplina", cosa que en las instituciones públicas, según se decía popularmente, no pasaba. Su hermana, como mujer, siguió en el colegio público, sin embargo él, como varón que debía ser el orgullo de la familia, no era lo apropiado.
Ese día, contaba con ocho años de edad, lloraba de rabia y de impotencia ya que Sánchez, el malo malote del curso, tuvo a bien salpicarle de tinta la camisa blanca y parte de la cara a la salida del mediodía de las clases. "Para que te enteres de quien manda aquí, Dumbo", le dijo Sánchez, acompañado por la risotada de otros compañeros que rodeaban la escena. Cierto que él era muy espigado, delgado como un fideo, y poseía unas orejas bastante generosas que destacaban en su rostro alargado. Julio, uno de los que se rieron y hermano de pupitre, quiso consolarle acompañándole un trecho ("Te forra a leches si no estás con él", dijo justificándose, tratando de seguir su paso), pero él sabía que iba a llorar y por nada del mundo deseaba que su compañero, encima de la burla de Sánchez, estuviera a su lado.
Le vio, plantado en medio de la acera, poco antes de girar para tomar la cuestabajo de su calle. Si las estrellas del rock hubieran existido por entonces, podría haberle confundido con alguna de ellas; tenía el pelo rizado, muy largo, reposando sobre sus hombros, vestía un sayo de vivos colores y una medio perilla que apenas destacaba en su rostro amable que irradiaba serenidad. Llegó hasta él haciéndose el distraído, como si no hubiera reparado en su presencia desde lejos.
— Yo a tu edad tenía el cabello tan rizado y rubio como tú.
Le dijo el hombre, envuelto en una sonrisa cautivadora y escudriñándole desde unos ojos pequeños pero brillantes.
"Ven, aprenderás a vivir la vida que otros no ven", le dijo, tendiéndole la mano que pareció salir desde lo más hondo de la manga del sayo.
Así, después de llorar al llegar a casa en brazos de su madre al contarle lo acontecido en su segundo día de colegio, siguió al maestro Sócrates Rodrigues de Souza. Nada más descargar sus sollozos sobre el pecho materno, el maestro, en la terraza donde su madre colocaba los tiestos con los geranios enganchados a la barandilla, le selló los ojos con las yemas de sus pulgares para llevarle al Pabellón Azul.
El Pabellón Azul es un lugar existente por encima del cielo y por debajo de la Nada Umbría. Desde cualquier extremo de su ingente plataforma cambiante (en segundos puedes pisar las aguas de mar, su fina arena, tumbarte a la orilla de un río, navegar en un iceberg acariciando la escurridiza piel de un pingüino, sentir el calor sofocante alrededor del magma de un volcán, subir por una escarpada montaña.........); ves, si miras hacia abajo, toda la tramoya que compone el cielo, la luna, el sol, las estrellas, la nieve o la lluvia, a cargo de unos operarios expertos que, vestidos con un mono blanco de faena, se afanan incansablemente entre los andamios por dar los toques precisos para que la apariencia sea pluscuanperfecta y todos, desde la Tierra, vean en el tapete celeste y todo lo que se supone que deben ver; sin embargo, si miras hacia arriba, ves una losa inmensa de color cordobán que asusta por su inexpresividad y la sensación que te provoca como si estuvieras dentro de una nuez inexpugnable. Pero esto es sólo al principio, luego el maestro Sócrates te enseña a discernir entre la relación de lo real y lo aparente.
Por el Pabellón Azul discurren niños y jóvenes desde los seis u ocho años hasta los dieciséis y dieciocho, divididos en grados hasta alcanzar la distinción de Adulto Azul, con la cual volverás a la vida terráquea convertido en "persona diferente" y se te asignará un código que jamás olvidarás.
— Querrás ser poeta, pequeño.
Le dijo el maestro Sócrates, al poco de aterrizar en la superficie del Pabellón Azul, cogiendo su pipa de opio y dando una profunda calada.
Contempló cómo, detrás del maestro, amanecía a su izquierda y anochecía a su derecha.
Después escuchó la algarabía de unos niños jugando alrededor de una fuente ajardinada y entre gatos persas y ocas altaneras de preponderante pechera.
— Como sé que terminarás queriendo ser poeta, irás con Marlene, la más pequeña de este lugar; ella te irá explicando cómo funciona todo por aquí. - añadió el maestro, ante la falta de respuesta y rascando los rizos rubios del recién llegado.
Marlene se acercó ante una seña leve del maestro. Cogió de la mano al niño nuevo y le sonrió con desenfado, arrugando su achatada naricilla.
— Y recuerda, pequeño, -dijo el maestro, y sus palabras se envolvían entre el humo de opio que salía de su boca- que aquí nada ocurre que tú no desees.
Después los dos corrieron a unirse al grupo de niños que alborotaba.