Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (39)
Yendo por el pasillo se encontró desnudo al nuevo amigo de su madre. Se dio media vuelta y volvió a su cuarto. Le repugnaba ese tío de sonrisa socarrona. Echó el pestillo de su cuarto y se sentó sobre la cama. El nerviosismo le resecaba los labios, hacía que le molestara el piercing de la lengua y le hacía sudar en exceso. Desde el comedor se escuchaban los llantos y las peleas pueriles de sus hermanos. Todos los días los mismo: los chulos alternativos que se arrimaban a su madre y el griterío de sus seis hermanos de padres diferentes. ¡Era inaguantable! Por eso deseaba tanto fugarse con Robert. Por eso aceptaba las fotos que hoy se tendría que hacer desnuda para ganar esos dos mil euros e irse lejos con él de aquel infierno. ¡Puta vida!
Se levantó imperiosamente para abrir el armario. Se quitó las mallas y el tanga para ponerse una bragas negras antiguas, muy altas, y un pantalón vaquero elástico que le cubría parte del tatuaje al final de la espalda. Asintió mirándose al espejo. "Mejor", se dijo, atusándose la melena rizada.
— Leocadia, niña ¿vas a salir esta tarde? Me vendría bien que te quedaras con los nenes; tengo que salir, amol.
La voz, con acento dominicano, de su madre resonó tras la puerta.
— ¡Oh, no! Tengo examen en el centro de estudios.- contestó Leo, mirando agresivamente a la puerta- No puedo, no puedo. Vendré tarde.
— ¡Joer, la madre de la puta! -se escuchó mientras la voz se iba alejando.
Luego hubo un griterío a los lejos, sobre el que sobresalía el timbre de su madre, y después el silencio de sus hermanos; el sonido de la televisión (algún capítulo de la serie de animación) tomó el protagonismo.
A las siete menos cinco salió de su casa. Había quedado con Robert en la esquina de su calle para ir juntos al lugar donde pasarían a recogerlos.
Se besaron en los labios al encontrarse y ella lanzó un resoplido al separarse de él.
— ¿Tensa? -dijo él, acariciándole la barbilla.
Leo asintió y se abrazó a él.
— Vamos, vamos. Será poco tiempo, mi negra, luego la pasta y nuestra libertad.- le comunicó al oído.
Pasadas las siete llegaron al pasadizo que comunica la avenida de Abrantes con Vía Lusitana. El Mercedes Benz con las lunas tintadas esperaba aparcado sobre la acera junto al pasadizo. Se acercaron silenciosos. Oscurecía. Había refrescado. Sobre las austeras fachadas de ladrillo rojizo el reflejo de un sol mortecino, oculto entre nubarrones gríseos, se evaporaba en un tinte azul oscuro que parecía emanar del suelo.
Antes de llegar al coche, los dos guardaespaldas de Manuel Gandeay Heredia se bajaron decididos yendo al encuentro de los jóvenes.
— ¿Qué pollas haces tú aquí, payo?
Le dijo, amenazante, uno de los gitanos a Robert.
Iba a decir algo pero un rodillazo en la entrepierna dobló al joven. El otro gitano cogió a Leo del brazo y la metió en la parte trasera del coche tapándole la boca. Robert trató de enderezarse para ver la escena pero una descomunal bofetada del gitano le desplazó hasta el esquinazo del pasadizo. "¡Mierdón!", dijo con rabia el gitano viendo retorcerse al joven.
Dentro del Mercedes, iban sólo los tres: uno conduciendo y el otro callando a Leo. "O te portas bien o te reviento todos esos dientes de una hostia, negra", le dijo a la chica, con el puño en alto y lanzándole su aliento agrio.
Desde la Avenida de Los poblados tomaron la M-40. Empalmaron en Villaverde hacia la M-30 hasta la salida de Costa Rica. Los tres iban en silencio. Algún sollozo de la chica que ocultaba su rostro contra la ventanilla. El tráfico, aunque abundante, era fluido a esa hora de la tarde. Los gitanos fumaban compulsivamente lanzando bocanadas de humo hacia el techo del auto.
Por Costa Rica siguieron por Alberto Alcocer, cruzando el Paseo de La Castellana, y continuaron por Sor Ángela de La Cruz evitando el túnel. Cruzaron la calle Bravo Murillo para tomar Marqués de Viana.
— Vete despacio que la calle tié que estar ya mismo. -dijo el gitano que iba en la parte trasera, mirando atentamente por la ventanilla.
En la esquina de la calle Fereluz les esperaba Bogdan con su inseparable gorra de camuflaje junto a otro tipo rubio y muy alto. Hizo una señal al coche y se colocó en medio de la calle.
— Ese no es el Fidel. -dijo el gitano que conducía.
— Para, tú -contestó el otro- Habla con el payo a vir ca pasao.
Detuvo el coche en la esquina de la calle y se apeó.
Leo se revolvió y trató de abrir la puerta.
— Tes tas quieta o te reviento los piños -dijo, enseñándola desde la alto su puño- Si te portas bien...... -hizo una pausa para sonreír mientras le miraba con lascivia las contundentes caderas de la chica- hasta te lo pues pasar de lujo, negrita.
Volvió el otro al coche.
— Cambio de planes -dijo, apoyado en el reposacabezas y mirando a su compañero en la parte trasera- El señor Santamaría a cambiao al Fidel por este pavo.
Cuestión de seguridad, dice, porque el Fidel estaba mu vigilao. ¿Qué hacemos?
— Voy a llamar al jefe -dijo el otro, sacando un Samsung Galaxy S9.
Afuera, Bogdan esperaba impasible sin quitar ojo al Mercedes. Llevaba una casaca militar muy amplia por la que se veía el filo de una camiseta blanca. Su compañero, en la acera, le soslayaba alternando miradas al vehículo.
La calle Fereluz estaba muy umbría, unas escuálidas farolas de luz amarillenta, y en su pronunciada pendiente apenas se veía un alma. Parecía como si el mundo se hubiese alejado de allí.
Salió el gitano que conducía el coche y les hizo el gesto de "ok" con su pulgar.
Bogdan se acercó al Mercedes mientras su compañero le seguía a cierta distancia. Se abrió la puerta del coche y Leo salió a trompicones. Bogdan la apresó con su brazos robustos y, sujetándola por el cuello con firmeza, le aplicó un trozo de tela blanca sobre la nariz; la chica se desmadejó en sus brazos.
El Mercedes hizo rechinar sus neumáticos y desapareció Marqués de Viana arriba.
Llevaron a la joven hasta una furgoneta Wolkswagen Caddy, aparcada justo al lado, y la tendieron sobre una manta en la parte trasera junto a dos ensangrentados sacos transparentes de plástico y una gorra de pana negra. Actuaban de forma rápida y sincronizada, sin hablar. Arrancaron y subieron la cuesta hasta la mitad de la calle. El compañero de Bogdan se bajó y tocó el timbre situado a la entrada de un garaje. La puerta se abrió de inmediato y la furgoneta penetró dejando un reguero volátil y plomizo sobre la acera en barbacana. Luego volvió el silencio y el vacío a la calle Fereluz.