Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (38)
Con la bolsa marca Adidas recién comprada, contenida en otra bolsa de papel con el logotipo de una tienda deportiva, entró en un bar de la calle San Bernardo. Se bebió tres jarras de cerveza en poco menos de una hora que alternaba con salidas a la puerta del local para fumarse uno de sus pitillos liados que sacaba de su pitillera decorada con una luna alrededor de estrellas. En el bareto había poca clientela: tres hombres de edad indefinida que bebían vino barato con la huella de la mendicidad en sus rostros y ropas y un jubilado que tomaba un mosto tras otro hurgándose los dientes con un palillo, el cual sostenía entre los labios cuando detenía su porfía.
Después siguió esa calle, dobló por Pez hasta coger la calle Pizarro. Subió unas escaleras desgastadas y angostas de madera hasta el segundo piso y abrió la puerta de su casa. Un olor a humedad y a concentración retestinada salió de la casa. Pulsó el interruptor para encender una bombilla empolvada que pendía de un cable desde el techo. En la estancia había una mesa redonda, con una caja metálica de galletas danesas y un cenicero repleto de colillas, una silla vieja y una banqueta metálica con el asiento destripado. Fue hasta otro cuarto y encendió otra bombilla similar. Una cama destartalada con manchas evidentes de sangre seca, una mesilla que soportaba un flexo y un armario de dos puertas, acuñada una de sus patas con un pedazo de madera, componían el mobiliario. Había una ventana cerrada, con una persiana torcida de pura decrepitud, por la que se filtraba la palidez azulada de un patio de luces.
Colocó la bolsa deportiva dentro del armario y sacó de allí una maroma delgada y un rollo de cinta americana empezado y lo colocó encima de la mesilla.
Fue a la cocina, un cuchitril de apenas tres metros cuadrados en el que había otra ventana cerrada, cubierta por un visillo amarillento de grasa, que también daba a otro patio de luces. Se agachó para sacar de la fresquera una botella de litro de cerveza "El águila". Vertió cerveza en una jarra de loza blanca serigrafiada con "legía La tuna" y bebió ansioso el contenido en un par de tragos. Se quitó la cazadora Wrangler, muy pasada de moda y ennegrecida por el roce en sus bolsillos laterales, y la colgó en lo alto de la puerta de la cocina. Escudriñó un estante metálico en donde se amontonaban latas de conservas pero tuvo que encender la luz de otra bombilla empolvada para poder hallar lo que buscaba. Cogió una lata de callos a la madrileña y la colocó sobre la tapa esmaltada de una cocina de gas. La abrió con una navaja que extrajo de uno de los bolsillos de su pantalón vaquero y se puso a buscar en la fresquera. Miró con repugnancia cómo el oxido invadía un cazo pequeño y una sartén con el mango de madera que dormían junto a la cocina de gas.
— ¡Me cago en Dios y en su puta madre!
Maldijo con la respiración silbándole entre los labios.
Vertió el contenido de la lata en un plato de plástico y comenzó a comer, ayudándose solamente con la navaja, dando tragos a otra jarra de cerveza que vertió hasta que la espuma rebosó escurriendo sobre el esmalte de la cocina.
Luego tendió una manta parda sobre el camastro, que sacó de debajo del colchón ensangrentado, puso la alarma en su reloj Casio de pulsera y se tumbó a dormir, no sin antes descargar dos sonoros pedos que retemblaron los cristales del cuarto.
Sobre las siete de la tarde sonó el reloj. Se incorporó vestido, tal y cómo se acostó, y fue a un diminuto aseo que estaba entre la cocina y ese cuarto.
Se masturbó con fiereza, mirándose el rostro socavado (ojos enrojecidos, piel flácida que se descolgaba hasta sus mandíbulas y unos labios lívidos cuarteados) en un espejo descascarillado de azogue y orinó, tras eyacular sobre un lavamanos estampado de mugre.
De la estantería del cuarto de la entrada cogió el peluche de un pez de ojos enormes y sonrisa exagerada. Despegó una tarjeta de felicitación del muñeco y lo envolvió en la bolsa de papel que sirvió para la otra de Adidas. Con letra tosca y en mayúsculas escribió: "Para mi pequeña Ainara con todo el cariño de su padre", y lo pegó con el mismo celofán sobre el envoltorio. Acto seguido, colocó el paquete de nuevo en la estantería semivacía.
Se entretuvo en liarse unos cuarenta cigarrillos. Sacaba el tabaco suelto de la lata metálica de galletas danesas, colocaba el filtro y lo envolvía con habilidad para meterlo en la pitillera metálica de la luna alrededor de estrellas; cuando esta se llenó, cogió otra de la estantería, antigua y de piel gastada, he introdujo el resto de los pitillos liados.
Bajando las escaleras se palpó el pantalón para cerciorarse de que la navaja estaba en su sitio y comprobó la hora en el Casio. Poco antes de las nueve de la noche estaba en la calle. Prendió un pitillo y tosió profundamente a la primera calada.
Salió por la calle de Pez, cruzó San Bernardo y se introdujo en la estación de metro de Noviciado. Cogió el tren hasta Cuatro Caminos, transbordó hacia la línea 1 y se apeó en Tetuán.
La noche se presentaba fría; el tiempo estable primaveral había desaparecido abriendo paso a un viento fresco y a un cielo encapotado. Patrullas militares, pertrechadas con equipamientos de guerra abierta, tanquetas antidisturbios y drones fijos y móviles vigilaban las calles y plazas del barrio de Tetuán así como toda la ciudad y el país. El clima de incertidumbre y de amenaza se mascaba a poco que se quisiera reparar en la falsa calma vigilada. Sin embargo, él caminaba ajeno e indiferente a la situación.
Buscó un bareto que le mereciera su confianza, o sea barato, y se encontró con uno esquina a la calle Tablada. En una mesa del rincón cenó un bocadillo de panceta y un par de jarras de cerveza. Le pareció razonable el precio y hasta dejó cincuenta céntimos de propina.
Al salir a la calle se subió el cuello de la cazadora vaquera Wrangler y se abotonó hasta el cuello. Bajó por la calle Cactus hasta Marqués de Viana, pasando por encima del bulevar que techaba el túnel de Sor Ángela de la Cruz, y descendió la calle dirección al Barrio del Pilar. Al llegar a la calle Fereluz, giró y tomó la cuesta arriba. Vio la trasera del Megane blanco y distinguió, al acercarse un poco más, la pegatina del Real Madrid sobre el intermitente izquierdo. Abrió la puerta del coche decidido y cogió las llaves de dentro de la guantera.
Faltaban veinte minutos para las doce según vio en su reloj. Cerró la puerta del coche con llave y desanduvo el camino hasta llegar a Bravo Murillo. Se topó con el pub "Las victorias" y le pareció adecuado a juzgar por gesto de su cara. Entró y se acercó a la barra. Había una pareja besuqueándose en una mesa del fondo y cuatro personas a lo largo de la barra. Se escuchaba música salsa a bajo volumen.
— Una jarra de cerveza.
Dijo al camarero con su voz cascada.