Félix Hernáez Casal
El bigote de nécora
Seguro que muchos de ustedes recuerdan el pequeño muro que remataba la grada de tribuna del viejo Estadio de Pasarón. Cumplía entre otras la labor de proteger a los espectadores de un foso con algunos metros de profundidad lindante con la valla metálica que delimitaba ya el espacio para los banquillos y el terreno de juego.
Con apenas seis o siete añitos revoloteaba yo por el estrecho espacio que quedaba entre la última fila de cemento y el mencionado murito en compañía de algún primo o amigo más concentrado en mis propias carreras y diversiones que en lo que pasaba sobre la hierba del todavía en aquella época vetusto campo granate.
No corrían buenos tiempos para la entidad (aunque eso lo supe después y no en ese momento en el que mis preocupaciones estaban lejos de lo que significaba la segunda división B y la posibilidad real de abandonar dicha categoría y sumirse todavía un paso más abajo en el pozo del balompié nacional) y la siempre exigente afición pontevedresa dedicaba de vez en cuando algún improperio que otro no sólo a los jugadores rivales o al árbitro sino en ocasiones a algún granate que a juicio del respetable no daba la talla en el "verde".
Pero como ya he dicho, el partido y las reacciones de la gente o el propio resultado no constituían más que el decorado para el espectáculo que realmente me importaba que no era otro que llegar antes que mi hermano Jaime o mi primo Pepe a la meta imaginaria que nos marcábamos a lo largo de ese espacio de tribuna huérfano de espectadores e ideal, por tanto, para que dos o tres niños amargasen el partido del Domingo a sus desesperados ascendientes.
Pero he aquí que una tarde de primavera el ambiente se encontraba algo más cargado de lo habitual. La temporada llegaba a su tramo decisivo y la situación en la tabla no era ni mucho menos proclive a dotar de tranquilidad a la parroquia.
Y en un momento de tensión máxima competitiva (o eso me pareció a mi por la sarta de palabras raras pero indudablemente muy serias que escuchaba de los seguidores de mi equipo) he aquí, insisto, que un balón sale despedido sin control hacia Tribuna y tras rebotar en varios brazos de espectadores y algún asiento de cemento no se le ocurre mayor ocurrencia que posarse a escasos metros de donde yo me encontraba intercambiando cromos de Panini con un compañero.
Al ver la pelota tan cerca me quedé desconcertado, como petrificado ante el inesperado suceso de que algo directamente relacionado con lo que pasaba en el campo se posase tan cerca de mi regordete cuerpecillo. No eran tiempos aquellos en los que los balones se sustituyeran por otros a una velocidad enorme para que siguiese el juego como sucede ahora y el pasmo en el que me encontraba se tornó en verdadero pánico cuando proveniente del propio terreno de juego escuché un contundente y firme "vamos chaval deprisa". Giré la vista hacia el lugar de donde venía la voz y un bigote de proporciones considerables enmarcado en una cara recia y de honrado esfuerzo recibió mi mirada sin contemplaciones. Fueron escasos segundos pero cuando quise coger el cuero e intentar cedérselo al bigotudo (seguramente sin éxito por la distancia que separaba la grada del césped), un adulto que bajó como un rayo de unas filas más arriba cogió el esférico y lo lanzó a los brazos del dueño de esa voz temeraria acompañando su gesto con un exaltado "Vamos nécora, que hay tiempo".
La verdad es que por la afición enorme de mi abuela y mi madre por el marisco ese término, nécora, no me era desconocido. Pero debo confesar que en esos escasos dos segundos en los que nuestros ojos se miraron más que con una nécora me pareció enfrentarme a un enorme centollo con dos pinzas terroríficas y tremendamente cabreado por haber sido sacado del agua de manera intempestiva.
Me quedé mirando como sacaba de banda desde su legendaria ubicación de lateral derecho y seguí observando el encuentro del que ya no faltaba mucho hasta que con el pitido final del colegiado se consumó aquella tarde una derrota muy importante para la entidad.
En el camino de vuelta a casa, de la mano de mi padre y con esa absurda inocencia infantil que sólo se echa de menos cuando se pierde por efecto del inexorable paso del tiempo, no dejaba de pensar en la dichosa anécdota y me recriminaba en silencio los segundos que se perdieron por mi inopinada indecisión a la hora de intentar cederle la pelota. Hay que ser torpe- decía para mí- mientras subía Cobián Rofignac hacia el centro.
Papá- comenté resuelto- una vez analizada por arriba y por abajo la que ingenuamente creía colaboración traicionera para la derrota del Pontevedra. El año que viene me siento arriba contigo para ver bien los partidos. De acuerdo hijo- contestó él seguro que en Agosto volvería a pasarme una hora y media correteando por donde siempre.
Se equivocaba. Con la llegada del final del verano del me "amarré" a una almohadilla cual náufrago en mar bravío lo haría a su salvavidas y descubrí de verdad lo que significa el Pontevedra CF. Lejos de ser ya jugadores anónimos y ajenos a mis intereses, José Emilio, Soneira, Tapia o Cal pasaron a formar parte de mis sueños junto a ese bigotudo lateral que al mando del grupo me hizo vivir el primer ascenso.
Muchos años más tarde aunque no tantos como para que hubiera cambiado la fisonomía del estadio, otro balón distraído salió despedido hacia la grada de Tribuna.
Lo vi venir hacia mi, veloz y descontrolado. Lo agarré a mi pecho como ese desesperado marinero asía su flotador y pensé. Tú no te me escapas. Quedan dos minutos y hay que buscar la victoria.
Al final no fueron dos minutos sino varios más los que un atolondrado árbitro decidió prolongar el choque. Se iban las posibilidades pero nada menos que en el 98 encontramos el gol de la victoria.
Mientras lo celebraba con fervor junto a un buen amigo granate no pude evitar recordar de nuevo aquel día lejano en el que una indecisión absurda contribuyó a adentrarme de lleno en esta maravillosa aventura llamada Pontevedra CF y me ató a las gradas de Pasarón para siempre.