Manuel Pérez Lourido
Calcetines desamparados
Mucho se ha escrito sobre los calcetines desparejados, esas criaturas que te observan con desamparo cuando te crees que eres tú quien las observa a ellas con desconsolada incomprensión. Esta mañana me he asomado a un lugar de mi piso que me produce terror: la zona de la lavadora. Sé que acontecimientos terribles se han fraguado en sus cercanías, como divorcios y cosas así. Son cosas de las que esos electrodomésticos son testigos silenciosos antes de manifestar patologías terribles como ponerse a caminar, como si quisieran huir de ese escenario. El día en que nuestra lavadora apareció casi en la cocina, me pude a meditar seriamente sobre el rumbo de mi matrimonio: algo estaba yendo mal aunque yo no lo sospechase. Incluso aunque lo sospechase.
Hoy he visto encima del lugar que ocupan la lavadora y la secadora, hermanadas en su lacónica y rutinaria tarea de lavar (y secar) la ropa sucia de los matrimonios, una pieza de plástico llena de calcetines sin pareja. Me sentí atraído por aquella desgracia que se mostraba sin lágrimas ni aspavientos, por sus miradas limpias y tristonas, que apelaban a mi compasión. Cogí el toro por los cuernos, quiero decir, el recipiente de plástico por las asas y me los llevé de allí para examinarlos uno a uno.
Había calcetines de colores y calcetines grises, calcetines blancos de antigua vida alegre y calcetines gruesos y desesperados. Todos estaban incómodos, todos carecían de alma gemela, todos tenían frío o miedo. ¿Qué hacemos con esto?, pregunté a mi esposa con una crispación hija del remordimiento.
En realidad quería preguntarle cómo podía hacer que dejasen de sufrir, pero ella se encogió de hombros y a mi se me encogió el alma. Sabía que, salvo milagro disfrazado de hallazgo, el destino de aquellos pequeños seres era el cubo de la basura y me sentía impotente y culpable. Sólo se me ocurrió escribir algo sobre ellos a modo de homenaje y desagravio.