Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (35)
Baldomero acometió la pendiente de la calle con premura, consultando su reloj un par de veces, hasta que llegó al esquinazo desde donde se divisaba la entrada del supermercado Mercadona. Se detuvo para afinar la vista y, por la negativa con que sacudió su cabeza, se acercó para cerciorarse al establecimiento detrás de lo que buscaba.
Joshue exhibía su sonrisa marfileña en la puerta del supermercado sosteniendo en su mano derecha algunos ejemplares, metidos en una funda de plástico transparente, de la revista "La Farola". Era un armario ropero en ancho y alto, cubriéndose la cabeza con un gorro de lana blanco que destacaba sobremanera sobre su rostro negro tizón. Cuando divisó a Baldomero, comenzó una ligera danza y terminó con un grito: "¡¡Mamapollas!!".
— ¡Qué no me llames así, cojones! -exclamó Baldomero, llegando a él- Y menos voceando como un chalao. Bal-do-me-ro, me llamo -dijo con un retintín que sabía que fracasaría- Pensaba que lo mismo te habías tomado el sábado para completar la semana.
— Tú mamapolllas amigo de sombreritos -contestó Joshue, partido de la risa.
— Anda, tocapelotas, ven pa´ acá.
Baldomero le llevó del brazo hacia la entrada del parquin del supermercado, lejos del trasiego de la tienda. Se acercó al hombre negro y bajo la voz para contarle lo que le trajo en su busca.
No era la primera vez que K. y Baldomero recurrían a Joshue. Lo hacían en casos especiales, cuando se suponía que un buen puñetazo haría entrar en razones a cualquiera. Parecía un hombre apacible, rebosante de una bondad simple y llana, pero, metido en harina, su contundencia amansaba fieras corrupias.
Baldomero le explicó, entre asentimientos exagerados y la sonrisa ancha infranqueable de Joshue, que tenían que ir a que les pagara un colombiano que tenía una frutería por Vista Alegre. Estaba alquilado por doña Julia, la del tinte de al lado de la churrería, y no la pagaba desde hacía casi un año. Empezó el colombiano abonando las mensualidades religiosamente los primeros seis meses, pero luego se cansó. El hijo de doña Julia fue en varias ocasiones a recordarle la deuda, sin embargo parecía ser que su intención era no pagar más. Le debía más de siete mil euros y el trato consistía en que si recuperaban el débito tenían tres mil euros para ellos.
— O sea, Joshuepollas, -eso hizo estallar una carcajada en el hombre de color que resonó en la boca del garaje como una explosión incontrolada- que si le "convencemos" mil quinientos mauros para ti y otros tantos para mi ¿Hace?
Joshue asintió repetidamente y trató de besar el pelo apergaminado de Baldomero.
— Tú eres mi mamapollas, Joshue dice bien. ¿Y sombreritos?
Baldomero contestó no sin antes mantener la distancia con él.
— Sombreritos está para sopitas y buen vino. ¡Está magullao, malo!
Joshue entró al supermercado a dejar las revistas en uno de los compartimientos para clientes a la entrada de la tienda.
Yendo a coger el Ibiza de K., telefoneó Nicanor Espesura para ver cómo iba la vigilancia de la chica.
— Muy bien, -contestó al teléfono Baldomero- con sesenta y cuatro años y viendo como todas las tardes se magrea la pareja. Encantado. Anda corta, Nica, que lo mismo te mando a tomar por culo. Cuando vea algo, te doy el queo, mientras tanto tranquilo, que ya lo hace todo este carroza. ¿Te coscas?
Aparcaron cerca de la calle Ferreira. Subieron por la calle de la Oca para continuar por la Avenida de Nuestra Señora de Valvanera. Joshue iba siempre sonriendo, ajeno a los coches policiales que ralentizaban su marcha al pasar junto a ellos, moviendo rítmicamente su cuerpo membrudo. Baldomero ajeno a su acompañante, soslayando su gesto risueño sempiterno y negando con la cabeza para sí.
La frutería era un local espacioso repleto de cartelones indicando descuentos fabulosos. Los cajones de fruta y verdura se alineaban en pasillos angostos y de las paredes colgaban pósters con imágenes idílicas de playas caribeñas o coloridos vergeles bañados bajo un sol áureo y puro.
El colombiano estaba junto a la caja registradora mientras una mujer, en el otro lado del local, colocaba curubas de cara al público que sacaba de una caja de cartón. Ambos eran de edad similar, unos treinta y tantos, y tenían la piel muy morena sin llegar a la negritud.
Baldomero entró mientras Joshue se quedó cerca de la puerta expectante.
— Buenos días -dijo al colombiano de la caja, sacando un fajo de recibos de su chaqueta de lana burdeos- Vengo de parte de la señora Julia Morón Aguilar porque parece que tiene usted una deuda con ella por el alquiler de este local.
El colombiano se quedó mirando con descaro los llorosos y azulados ojos de Baldomero.
— Ya le dije al hijo de la vieja que le iba a pagar la culebra cuando tuviera plata. No tiene que mandar a ningún soroco y menos a un pichurrio sarnoso.
— Le debe usted.... -contestó Baldomero, guiñando los ojos para leer el total de la cuenta que tenía escrito a bolígrafo en el recibo más a la vista- siete mil cuatrocientos cincuenta euros. ¿No le parece ya mucho?
El colombiano salió de detrás de la caja con actitud amenazante. Sólo le dio tiempo a poner una de sus manos sobre la pechera de Baldomero.
— ¡Jueputa de.........!
Joshue le propinó un puñetazo en mitad de la cara que hizo tambalearse al colombiano y tenerse apoyar en una caja de maracuyás que acabaron rodando por el suelo. La mujer gritó echando a correr hacia la salida, pero Baldomero ya se había puesto en la puerta del local y le aconsejaba silencio con el dedo índice junto a sus labios.
El colombiano trató de devolver el golpe a Joshue pero le detuvo con un rodillazo que le dobló en dos. Sangraba por la boca cuando recibió una solemne bofetada que le despanzurró en el suelo.
Baldomero tomó de brazo a la mujer, silente de miedo y de ojos despavoridos, y la colocó detrás de la caja.
— Siete mil cuatrocientos cincuenta, por favor -le dijo sonriendo cual anciano adorable.
La mujer negó con la cabeza sin hablar, vivamente asustada, y fue sólo cuando Joshue propinó una patada en el costado al hombre abatido, el cual vibró como un fardo de harina, vomitando bilis ensangrentada, cuando ella les hizo una seña y se dirigió a una puertecilla que abría una cavidad en el suelo. "Sie....te..... mil.......¿cuánto?", le preguntó a Baldomero, agachada.
— Cuatrocientos cincuenta, amor. -dijo él- Ah, y dile a tu pirulo, cuando se le pase el dolor de muelas, que ni un mes más de retraso o vuelve mi amigo con sus caricias. ¿Entendido?
Cuando regresaban bajando la cuesta de la Avenida de Nuestra Señora de Valvanera, a Baldomero le sonó el móvil.
— ¡Pero K., qué coño............ La madre que te parió!............. A ti se te fue la chola el día en que a Franco le hicieron cabo............ Yo ahora me compraré un bocata y me pondré a la vigilancia de la chica, tú apáñatelas como sea, no te jode......... ¡La madre que parió a Paneque!.........