Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (29)
Ana estaba sentada junto a la cama de K. Tenía el semblante serio, crispado, con un mohín que le fruncía los labios y le tensaba, esporádicamente, los pómulos marcándoselos como una sombría oquedad. Había contado todo lo que le dijo el doctor en ausencia de sus hijos, a los que mandó a la sala de espera de la planta, y en presencia de Baldomero, dando a sus palabras una solemnidad que dirigía a su ex marido buscándole el fondo de los ojos.
Baldomero se quiso ir cuando salieron los hijos de la pareja pero fue Ana la que le invitó a quedarse ya que "es necesario que alguien que vive el día a día junto a Juan conozca el preocupante estado de su salud", le dijo ella.
K., con el sombrero puesto y recostado sobre la cama, evitaba la mirada de ellos y parecía distraerse observando una lejanía más allá de los pies de la cama. No decía nada, apenas una mueca de disgusto similar a la de un niño cuando recibe la reprimenda de cualquier adulto.
- Sabes que te estás matando, -dijo Ana, retrepándose en la silla- que tu hígado está tan hinchado que no admite más alcohol, pero sigues y sigues bebiendo, como siempre desde que te conozco. No sólo no te importa tu vida, tampoco te importan las de tu alrededor, las que te quisieron y quieren, Juan. Eres tan egoísta que pretendes que tu libertad, tus ansias por hacer lo que te da la gana, sea la voluntad de los demás porque esa, crees mintiéndote, y tú lo sabes, es el único camino que debe tomar un hombre librepensador. No, te lo digo yo, no es eso, es tu santo privilegio que deben acatar todos los que tropiezan y hemos tropezado en tu camino. Te armas de palabras, de versos antes, para engañarte a ti y, lo que más te importa, engañar a los demás. Respeta la vida, vívela no para destruirte y destruir sino para degustarla sin que tengas que envenenarte la salud por no enfrentarte al fracaso que tú mismo inventaste para no rehacer tu vida. Tu hepatitis ya es grave, te lo dije antes, y de seguir bebiendo como hasta ahora será cirrosis la que ponga final a tus días. ¿Quieres eso? ¿Realmente quieres eso, Juan? Mírame y deja de poner esa cara de cordero a medio degollar. Deja de ser niño de una puñetera vez -Ana había levantado la voz, acercándose, sentada en la cama, a K.- ¿Podrías cambiar por mí, por tus hijos? Yo, si te soy sincera, te sigo queriendo aunque sé que ya no volveré jamás a vivir contigo, pero por el amor que te tengo, por el que te tuve y no me arrepiento ¿dejarás de beber por nosotros, por mí?
K. le sostuvo la mirada unos instantes, los justos para comprobar la verdad clara que salía de los ojos negros, grandes y redondos de ella. Luego volvió al punto incierto de los pies de la cama y dijo con la máxima gravedad.
- No, no lo voy a dejar.
Ana detuvo su emoción. Se incorporó como un resorte y, tras despedirse de Baldomero con un ligero gesto, se largó dando un portazo.
- Coño, tú también es que tienes menos.......
Intentó terminar la frase Baldomero, desde su sitio en un rincón de la habitación, pero se lo impidió K. con un aplastante: "Os vais todos a la mierda y me dejáis tranquilo de una jodida vez ¿o qué?".
Baldomero se acercó a por una silla, la colocó de espaldas a K., de cara al ventanal de la habitación, y cogió un libro que tenía en el cajón de la mesilla junto a la cama. Carraspeó un par de veces antes de ajustarse unas gafas plegables que guardaba en el bolsillo de su camisa de cuadros y se adentró en la lectura de "El rebelde Josey Wales" de un tal Forrest Carter, según se desplegaba en la portada.
Baldomero le ayudó a cenar, en el más estricto silencio (sólo el golpear de los cubiertos sobre los platos, el sonido del agua al caer sobre el cristal de vaso y los chasquidos al masticar) y, poco más tarde, ya anochecido, entró la enfermera para indicarle los dos comprimidos, uno blanco y otro rojo, que debía tomarse. "Le aliviará de los dolores, Juan, y podrá descansar tranquilo.", le dijo la sanitaria sonriendo.
Se estaba preparando Baldomero para marcharse, cuando por la puerta de la habitación aparecieron dos agentes de policía nacional detrás de dos tipos encorbatados y con fehaciente cara de cansancio. Uno era un viejo conocido de K. y de Baldomero por el asunto de "La república de Kavaranchel", el inspector Robira.
- ¡Vaya, hoy es el día de los grandes encuentros! -exclamó K., doliéndose de uno de sus costados al tratar de enderezarse sobre la cama.
Los dos agentes se quedaron en el pasillo, mientras cerraban la puerta, y los dos hombres se arrimaron al lecho de K. forzando una sonrisa. Se saludaron todos y Robira les anunció: "Les presento al comisario Ortiz, de la comisaría del distrito Moncloa-Aravaca, es la persona encargada de llevar el caso de Leticia Gómez Urquijo. ¿Les suena, cierto?."
Baldomero torció el gesto y elevó los ojos al techo del cuarto.
- Encantado de conocerle, señor Ortiz -dijo K. alegremente.
No se anduvieron con rodeos ni Ortiz ni Robira, les comunicaron, como era de esperar, que se estaban inmiscuyendo en un asunto estrictamente policial y molestando a personas que nada o poco tenían que ver con la chica asesinada.
- No pretenderá, señor.......K., volver a liarla como con ese gueto de...... Kavaranchel, ¿era así, cierto?
Robira se esforzaba por parecer amable sin disimularlo del todo adrede. Ortiz se mostraba severo, escudriñando con desdén a K. y con las manos inquietas dentro de los bolsillos de su pantalón.
- Simplemente es un favor que le hago a Pilar Urquijo, una vieja amiga. Cuatro preguntitas de nada para aclararla ciertas dudas que le quitan el sueño; comprendan que se trata de su hija, de la única hija que tenía.
- Está todo en manos de la policía -dijo Robira- y nadie ni nada, ¿me entiende?, nada ni nadie debe entrometerse en nuestro trabajo. Es ilegal, señor.....K.
- Se lo voy a explicar yo más en su idioma: -dijo Ortiz, claramente desafiante- o deja de meter el hocico en el asunto o le meto en chirona hasta que se vuelva más gilipollas de lo que está. ¿Claro?
K. asintió y, al mover la cabeza, sintió una punzada de dolor que le recorrió de costado a costado.
Si más, los dos policías se fueron. Antes, desde el umbral de la puerta, Robira se volvió para desearle, risueño, una pronta mejoría.
- ¡Hijos de zorra! -exclamó K., apenas se escuchó el pestillo- Saben todo, seguro, y son cachorros al servicio de no sé qué mandamás. ¡País de corruptos!
Baldomero estaba estupefacto, con el libro bajo el brazo y todavía clavados los ojos en la puerta.
- Y tú, coño, bien podías vigilar a esa chica que te dijo Nica y dejarte de otras ocupaciones.- dijo K., alterándose por momentos- Además, qué hostias, si tú no vas voy yo aunque sea a rastras.
Trató de incorporarse dando un alarido de dolor.
- ¡Estás majara del todo! -dijo Baldomero, colocándole de nuevo sobre la cama- Estáis todos locos y lo peor es que me vais a volver tarumba también a mí.
Esperó unos minutos, hasta que el otro recuperó el resuello, después fue hacia la puerta del cuarto y cuando la abrió se detuvo un instante.
- Mañana llamo a Nicanor para que me ponga al corriente con esa chica. Buenas noches.- dijo con una cierta resignación.
Y cerró suavemente.