Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (24)
Estaban detrás de un seto descuidado bajo un mustio aligustre japonés que les daba la sombra justa y necesaria para ese mediodía de primavera. Por encima del seto veían la destartalada entrada de La Cátedra, su fachada desconchada custodiada por ramajes resecos y sus ventanas enrejadas al lamido de las telas de araña. Esperaban que fueran las dos de la tarde y que salieran de su clase los jóvenes que les interesaban. K. llevaba ya su cuarta lata de cerveza, que compraba en el establecimiento de chinos de la esquina, y Nicanor, una vez terminado el refresco de cola al que le invitó el otro, preguntaba insistentemente a K. como si se tratara de una entrevista. K. le contestaba irónico, muy breve siempre, escudriñando su reflejo en las gafas redondas del joven periodista.
- .....Por eso creo que debería volver a escribir,- dijo Nicanor, a vueltas con su flequillo- creo que esa frustración que convierte en desprecio y menoscabo personal es precisamente su obsesión por abandonar las letras. Tal vez la literatura.......
K. alzó la mano como un resorte.
- ¿Literatura? -contestó, abriendo cómicamente sus ojos- A los mayores gilipollas los encontré gracias a eso. ¡Bah, no digas bobadas! Escribir es un acto de vanidad que te confunde si no tiene la suficiente resonancia; normal por otro lado. La petulancia necesita audiencia necesaria, blanco y en botella.
Un coche de la policía municipal pasó muy despacio junto a ellos. Les observaron los agentes con indiferencia y, luego, lo hicieron con dos yonkis enfrente que bebían unas botellas de litro de cerveza sentados en el respaldo de un banco público. Casi detenido el coche, los policías comentaron algo entre ellos para después seguir su marcha y perderse en la curva final del Camino Viejo de Leganés.
- Usted se menosprecia K, se odia, diría yo. Pero sepa que yo he leído algunos de sus libros por Internet, y pienso leer hasta el último, y usted tendría gancho, tendría lectores y podría dedicarse a escribir que es lo que le gustó siempre. Lo mismo me pasa a mí pero no voy a renunciar a esa vocación por cuatro palos que me ponga el destino.
- Demasiado poco bagaje para mi egocentrismo, querido chaval de letras.
Dijo K., catapultando la colilla de su cigarrillo, con sus dedos pulgar y corazón, por encima del seto hasta el inicio del asfalto.
- Sé que es una cabezonería mía bastante improbable de que se haga cierta, pero debo insistir en......
K. señaló con el dedo la puerta de La Cátedra.
- Atento -dijo, sintiendo un agudo dolor en el cardenal del pómulo - Salen.
Salieron varios jóvenes entremezclados con las jubiladas en chándal. Se formó un pequeño tumulto en la entrada del centro docente que desbordaba la acera.
- Son aquellos tres, la chica negra y los dos maromos de su lado.
K. vigilaba por encima del seto. Se había quitado el sombrero y señalaba entre la hojarasca amarillenta para que se percatara Nicanor.
- El plan es que sigas a la chica, que te enteres de adónde vive y de todo lo que puedas de su entorno. Yo me dedicaré a los chavales, para serte preciso al más tímido; el otro, que se llama Robert, y parece tontear con la negrita, posiblemente acompañará a la chica a su casa. Tenemos que sacarles algo a estos. Mira, -dijo K. apretando el brazo al otro- cómo Gandeay ha hecho un apartadillo con ellos, lo mismo que ayer.
Manuel Gandeay Heredia hablaba amablemente con los tres jóvenes mientras sus dos gorilas vigilaban atentos desde la acera de enfrente. Dicharachero, a juzgar por su sonrisa perenne y sus aspavientos, el gitano parecía encontrar en los jóvenes la semilla idónea para expandir la cultura en la barriada; sonreía y les tomaba por el hombro como si fueran sus pupilos de referencia.
- No sabía que tenía un plan. -dijo Nicanor.
- Tiene que haberlo; a mí me conocen y a ti no. Puedes inventarte que quieres hacer un reportaje sobre la juventud del barrio. Supongo que tienes la acreditación del periódico ¿no?
- Claro, pero me estoy jugando el puesto de todas todas.
El periodista había tensado su rostro al punto de perder unos años de lozanía; el flequillo le caía sobre sus cejas invariable y su boca parecía empequeñecida con sus labios como hilos cáñamo.
- Tú te has medido en este embrollo solito -añadió K., prendiendo un pitillo y apurando su lata- Te puedes ir ahora mismo que estás a tiempo o seguir hasta que esto reviente con todas sus consecuencias. Tú verás.
Nicanor le miró a los ojos y percibió la frialdad impertérrita que ya conocía.
- Voy a seguir a pesar de todo. -terminó diciendo.
La entrada de La Cátedra se había disipado mucho. La mayoría pasaba junto a ellos entre comentarios que iban y venían. Contemplaron como los tres jóvenes se despedían del gitano y avanzaban despaciosamente hacia ellos. K. se agachó, cobijado por el muro del seto, y Nicanor echó a andar por la acera, entreteniéndose para dejar pasar a los chavales. K. les siguió a todos a una distancia prudencial y con el sombrero metido debajo del brazo. Se detuvieron todos en la parada del autobús 118. El periodista se acomodó en el asiento de la marquesina mientras los tres jóvenes bromeaban. Cuando llegó el autobús (K. vigilaba en la parte trasera de la marquesina, camuflado tras el letrero de un anuncio publicitario por si tenía que coger el autobús), Leo y Robert montaron, y con ellos Nicanor.
K. dejó un trecho de ventaja al otro joven. Cogió la calle Clara Campoamor a paso vivo, colocándose unos auriculares que salían de un reproductor mp3 dentro del bolsillo de sus vaqueros. K. se colocó el sombrero y le fue siguiendo sin perder de vista la enjuta espalda al tiempo que se colocaba el cinturón por debajo del moratón que tenía al final de la barriga.