Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (20)
La calle San Bernardo era demasiado angosta para albergar el tráfico de la mañana. Los coches, bloqueados en los dos carriles de ambos sentidos, hacían sonar sus cláxones con el berrido de la inmóvil impotencia. El mes de mayo era ya más veraniego que primaveral, dadas sus altas temperaturas, y el calor no hacía más que incrementar la sensación enrarecida que provocaba el ruido. Madrid era una ciudad inhabitable poblada de habitantes insensibilizados para poder sobrevivir.
Como seres debidamente entumecidos al deterioro ambiental, los dos hombres estaban sentados en las terrazas de un bar a pocos metros del tráfago urbano. Uno de ellos, el de más edad, llevaba puesta una cazadora vaquera, gastada y sucia, desafiando la calidez reinante.
- Cojo el metro en Plaza España y transbordo en Sol para coger la línea 1 hasta Plaza de Castilla y allí cojo un autobús de Alsa- dijo.
Tenían sobre la mesa sendas jarras de cerveza casi vacías.
- Tiene que costarte un pastizal el sitio ese ¿no?
- Bueno, aparte del paro, ya sabes que tengo negocios con unos tipos que les sobra la pasta. Buscarse la vida, Luis, y todo porque mi hija tenga lo mejor, es la razón de mi vida; por ella haría lo que fuera.
- ¿Otra birra?
Pero el más viejo de los hombres negó haciendo un gesto con las manos y aprovechó para levantarse.
Se despidieron. Siguió la calle San Bernardo hasta la Gran Vía y, girando a su derecha, bajó hasta la boca del suburbano de Plaza de España.
Cuando bajó del autobús verde de Alsa, se detuvo en la acera para fumarse un pitillo de los que se lió en casa y guardó en una pitillera metálica donde se veía grabada una luna rodeada de pequeñas estrellas. A pocos metros de él, un inmenso edificio de fachada blanca, resplandeciente bajo el sol, con un amplio jardín en el que se distinguían a varias personas, algunas de ellas en silla de ruedas, otras caminando del brazo de gentes ataviadas de un blanco impoluto, se erigía en un altozano. Más lejanas se divisaban algunos chalets adosados con el techo negro de pizarra y las puertas de pino macizo.
Pulsó un par de veces el interruptor del videoportero y la reja automática le abrió el paso. Saludó con la mano en alto al vigilante de seguridad que le hizo una seña recíproca desde su garita.
El director médico del Centro no le hizo esperar mucho, tal vez diez o quince minutos. Tenía cita con él, pero ya sabía por experiencia que era un hombre muy atareado y controlaba de forma desigual el tiempo. Se estrecharon las manos dentro del despacho del médico y se acomodaron en unos sillones de cuero negro.
El aire acondicionado zumbaba suavemente desde los expendedores digitales con una armonía casi premeditada moviendo un olor a lavanda en concordancia con la sonrisa angelical del doctor.
Charlaron sobre Ainara, la hija del hombre, de sus progresos y de su implicación total, "dentro de sus obvias limitaciones", puntualizó el doctor, en su terapia de choque. "Es una mujer con una fuerza interior casi sobrenatural", terminó diciendo el director médico.
- Antes de finales de este mes voy a hacer un ingreso de 5000 euros, ¿hasta cuando me cubrirá la cobertura?
- Bien -el médico consultó en una tablet que tenía sobre el asiento de cuero poniéndose unas gafas de cristales rectangulares- Usted tiene una subvención clase B y hum......, bueno, podría muy bien con ese cifra llegar a final de año con los mismos servicios que de costumbre, o sea terapia integral A/ 5 y cuidado personal 24 horas. Excelente, sería un gran aporte al progreso de su hija.
El doctor le entregó un formulario junto con una carta de pago comentándole con su encantadora sonrisa: "Le diría que hiciera el trámite por Internet, pero sé que a usted no le gusta esa tecnología".
Después salió al jardín y buscó a Ainara en el lugar que le había indicado el doctor. Reconoció su pelo rubio colgando detrás de la silla de ruedas junto al estanque rodeado de flores rojas y malvas. A su alrededor había varias personas, todas jóvenes como ella, entre veinte y treinta años, sentadas unas en el suelo, otras en silla de ruedas como ella, que repetían las estrofas de una canción que interpretaba una mujer vestida de blanco. Todos sonreían mirando con devoción a la mujer y elevando sus voces en la calma del jardín.
Se despojó de su anticuada cazadora Wrangler para dejarla junto a la base de un árbol y esperó a que terminara la canción. Luego se acercó por detrás a su hija y la besó en la cabeza con delicadeza.
- Pa...pá -dijo con dificultad Ainara tratando de mirar hacia arriba.
El hombre se puso delante y la estrechó entre su brazos. Todos aplaudieron rabiosamente y gritaron el nombre de la chica.
- Vamos, chicos, dejemos a Ainara con su padre. Venid todos por aquí.
Varios celadores, junto a la mujer que cantó y los demás jóvenes, se fueron alejando del estanque.
La muchacha tenía unos ojos azules resplandecientes y una boca pequeña con el labio superior ligeramente montado sobre el otro. Escudriñaba al padre sonriendo, atrapada en una felicidad que discurría en su interior, silenciosa, torpe, incomprendida. En una de sus comisuras, la baba relucía como un río sin océano. Tomó la cara del padre con sus manos y dijo cadenciosamente: "El agua baja el curso del río hasta que moja mis pies y sueño ser líquida." Luego su gesto se tornó severo, desconsolado, y se quedó mirando fijamente sus rodillas yertas.
- Te quiero tanto, amor mío.
Murmuró el hombre abrazándola con su manos rudas, apretando los ojos, sintiendo cómo el cuerpo de Ainara se aflojaba insensible, alejado en su mundo sellado.