José Antonio Gómez Novoa
Ventana indiscreta: Pienso, luego no existo
Me cuenta un amigo que envió a su hijo de 12 años a un campamento de verano, y que el niño se sentía muy sólo porque todos los demás estaban ensimismados la mayor parte del día con sus móviles. Él prefería hablar, jugar. Los demás lo contemplaban como un extraño.
Se asombraba viendo al resto de chavales unos al lado de otros enviándose Whatsapp, para quedar más tarde para bañarse en el río. Él no entiende, corre por entre los árboles, atrapa lagartijas y las suelta, se asombra al ver como las hormigas transportan objetos muchos más voluminosos que su propio peso y tamaño, y cómo se rompe el silencio al amanecer con el canto de los pájaros que vienen de la libertad de los árboles.
Recuerdo esta anécdota mientras veo la final del Madrid Open, entre Djokovic & Murray comprobando que el movimiento de cabeza inherente al seguimiento de la pelota, ya se ha perdido y muchos espectadores blanden su teléfono móvil inhibiéndose de lo que pasa en la cancha.
Los dispositivos tecnológicos ya no sólo nos suministran el material de pensamiento y entretenimiento, sino que también moldean nuestro proceso de observar y lo que es más grave nuestra capacidad de pensar.
Todo funciona a golpe de clic. Un me gusta, un retweet hace que la gente se sienta artificialmente empoderada sin necesidad de reflexionar muchas veces, sobre los motivos y el por qué de las cosas. Vivimos demasiado deprisa, en otra dimensión y no tenemos tiempo para contemplar lo que sucede a nuestro alrededor.
Intentar discernir, que es lo más importante, cuál es la decisión más adecuada. Buscar espacios para tomar distancia y dedicar unos minutos cada día a pensar es muy bueno para la salud, no tiene efectos secundarios y además es gratis.