Manuel Pérez Lourido
Consumo y felicidad
No necesito que ninguna sociedad de consumo se tome la molestia de hacerme sentir frustrado e infeliz para luego venderme sus mierdas: yo ya me siento infeliz sin que nadie se lo proponga. Con esa táctica tan gastada solo consiguen el efecto contrario. Tanto anuncio y tanto incidir en mis necesidades y carencias que lo único que logran es que me entren ganas de sentirme plenamente realizado. Y me vuelvo asertivo solo de pensarlo. Se me curan los miedos y se me alivian las penas solo con imaginármelo. Por contra, con cada producto absolutamente prescindible que hago llegar a mis manos se redoblan las ganas de estamparlo en la cabeza de algún capitoste del Banco Mundial o del FMI. Como esa gente no suele aparecer por Pontevedra, que no sé yo por qué (deben estar esperando al AVE), no corro el peligro de dar con mis huesos en la entradilla del telediario.
Cuando adolescentes, éramos infelices a tiempo completo, unos profesionales de la infelicidad. A veces sentíamos nuestra desgracia tan intensamente que eso nos hacía dichosos. Era un forma como otra cualquiera de sobrevivir. La autocompasión era una asignatura en la que nos sacábamos un master un año tras otro. Y gratis, no como ahora. Ahora los masters comienzan en una oficina bancaria, rellenando unos papeles para solicitar un crédito personal. Se han cargado el último año de las licenciaturas para despacharlo a través de una entidad financiera. Si fuese galo diría: están locos estos romanos.
Pero hablábamos de la adolescencia, tierra mítica y quemada. En cuanto me la sacudí de encima, el jueves pasado, me noté mucho más ligero. Y comencé a sonreir. Nos pasamos la adolescencia con dos rictus de expresión: o reconcentrados en nosotros mismos, metidos tan dentro de nuestro ser que un monje budista parece un chaíñas a nuestro lado; o riendo como hienas, derrochando decibelios con los colegas, a mandíbula batiente, por cualquier asunto que no tiene ni media carcajada. No es de extrañar que seamos víctimas en esas edades de todos los avisados vendedores de paraísos artificiales. A la chavalada colocarle un móvil nuevo, por ejemplo, es hoy en día un juego de niños. Y eso somos todos en el fondo: críos que han crecido y se mueren por una piruleta que puedan pagar en cómodos plazos.