Kabalcanty
Bruno y diciembre
Siempre me gustó el mes de diciembre porque me trae el regusto de la niñez que tanto me ha costado abandonar, si es que la he dejado del todo en algún momento de mi vida. Me gusta pasear mis soledades por esta ciudad contaminada que todos los días se lleva un pedacito de mí: recobrar las huellas por el barrio del Senado, la casa de mis padres, mientras escucho el eco de las cabalgadas del niño tímido e huidizo que fui; intuir a mis padres y a mi hermana, por entre nubes de polvo añejo, asomados en el esquinazo de la terraza saludándome desde una bocanada de viento impreciso; oler la lluvia entre los setos de la Plaza de Oriente y escudriñar el fin del mundo de entonces en las chepas de la Casa de Campo. Me gustaban las vacaciones de Navidad en el colegio para atrincherarme entre mis partidos de fútbol de chapas o mis soldaditos del mundo de Montaplex. Mi alma contándome fantasiosas historias que, acurrucado entre las mantas, siempre me llenaban de miedo e incertidumbre. Y como colofón, los regalos de los Reyes Magos; la lista con los juguetes que veía en Sepu escribiéndola y reescribiéndola, imaginándome esa noche como un pasadizo ignoto donde la negrura florecía regalos y el infinito era un almacén enorme repleto de regalos por desenvolver. La espera y el sabor a polvorón, peladillas o mazapanes.
Han pasado así como cincuenta años de todo aquello y me doy cuenta de que empiezo a tener los primeros síntomas de abuelo Cebolleta mientras releo lo que acabo de escribir. Sí. La mayoría de las cosas han perdido el misterio para mí al tiempo que a mi alrededor sólo se habla de trabajo basura, hipotecas, coches, atentados o achaques de enfermedades. Si pudiera, como supongo que otros como yo, me dormiría para guarecerme en un sueño dulce interminable. Me divierten muy pocas cosas aunque confiese, como educado hipócrita que soy, muchas más para adocenarme en esta sociedad que espera eso de mí para no darme la espalda definitivamente. Sobrevivir a toda costa, esa es la pauta.
Entre las cosas que todavía verdaderamente me entusiasman (cosa que, supongo, agradecerá el lector, ya que para hablarle de lo funesto tiene periódicos y noticiarios televisivos a tutiplén) está visitar la calle Quiñones por estas fechas. Fue el sitio donde comencé a trabajar a los dieciséis años en este mismo mes. Ahora es una residencia de ancianos pero años atrás fue la Residencia de Estudiantes de San Bernardo, antigua cárcel de mujeres y adyacente a la Iglesia de Nuestra Señora de Montserrat, bloque arquitectónico formando una manzana que regentaban unos monjes benedictinos a las órdenes del Monasterio de Santo Domingo de Silos. Mi familia tenía una empresa de construcción, en la que yo entré a trabajar con esa edad, y llevaba el mantenimiento del edificio desde hacía muchos años. El sacristán que custodiaba la portería de la Residencia se llamaba Bruno y desde el primer día conectamos de una manera un tanto sui generis, como a distancia, sin hablarnos para nada, sólo mirándonos a hurtadillas debido a la gran dosis de timidez que gastábamos el uno y el otro.
Bruno contaría por entonces con unos setenta años, tenía unos ojos llorosos y hundidos azul mar, una potente nariz aguileña y siempre llevaba una boina parda que quizás algún día fue negra. Un día tuve que llevarle al chiscón de la portería unos paquetes de parte del padre Lázaro y no tuve más remedio, tragando y tragando litros de saliva, que dirigirle la palabra. A sus setenta años se puso rojo como un tomate, recogió los paquetes y me dio un chicle Bazoca, de esos redondos y con las letras azules y rojas. Cuando me iba a ir, escuché una vocecita que parecía salir de ultratumba que me decía: "¿Quieres que te enseñe los secretos del convento?". Cuando le encaré, ojiplático me supongo, Bruno me sonrió fugazmente y me hizo una seña cómplice para que pasara por una puerta por detrás de la portería. Le seguí, después de que él colocara un cartel, escrito toscamente a mano, sobre el mostrador de la portería diciendo "vuelvo en un momento".
Desde ese día, en mis muchas visitas a Bruno, descubrí corredores, salas y escalinatas oscuras, casi tenebrosas, pasadizos de vibrantes telarañas en donde se colgaban óleos de Zurbarán y José de Ribera junto a tallas de crucifixiones cruentas e imágenes de beatos y santos en estados de arrobo. Contemplé miles de volúmenes añosos y su olor a tiempo estancado en la biblioteca al lado de un patio sombrío en donde un pequeño estanque, arropado por el liquen, murmuraba el discurrir del agua en la invisibilidad. Estornudé con la pelusa empolvada de ventanales cerrados a cal y canto que encerraban estancias abandonadas al escombro sobre muebles viejos y techos de yeso y caña abiertos en canal. Todo exhalaba un embrujo acechante, encantador, que amainaba sobre mi hombro la mano huesuda de Bruno. Pero, sin duda, lo que más me cautivó de esas excursiones secretas fue la Venus del monje santanderino Abundio Carrión, antiguo benedictino fallecido más de cincuenta años atrás, que tuvo la osadía de pintar ese desnudo femenino, si bien fue a escondidas y que sólo su demencia senil se atrevió a confesar. Por expresa orden del prior, los monjes tenían el lienzo escondido en una habitación lóbrega, clausurada con dos cerrojos, en mitad de la escalinata que subía al campanario. El cuadro, cubierto el pubis de la Venus con una basta tela, estremeció eréctil mi inmaculada sexualidad desde el primer momento y máxime cuando un día, a fuerza de rogar y rogar a Bruno, excursión tras excursión, me levantó la tela unos segundos. "Pensamientos impuros, Jesús, pensamientos impuros", dijo Bruno, riéndose maliciosamente, mientras dejaba caer la tela de nuevo. En la historia de mis masturbaciones aquella Venus ocupa un lugar destacado y en toda regla.
Por eso ahora, cuando veo en el mostrador de la portería de la actual residencia de ancianos al recepcionista tras la envergadura del ordenador, no dejo de ver la boina parda de Bruno como una sombra querida dilatándose por la calle Quiñones. Sobre todo en diciembre.