Kabalcanty
La mentira y la verdad o todo lo contrario
Recibí una educación ultracatólica en la que se abominaba de los mentirosos como seres apestados que tendrían su ración de penitencia aún antes de morir. A todos los niños se nos perseguía, se nos atribulaba como condición sine qua non para llegar a la edad adulta sin mácula alguna, con que decir siempre la verdad era la única forma de llegar a ser una persona respetable, inteligente, íntegra, consecuente, y que la mentira conducía irrefrenablemente a la perdición y al desprecio de todos. Entre los niños nos mirábamos las uñas a ver quién tenía más pintas blancas para abuchear al más mentiroso. Era una constante, entre aquella generación de infantes de los años 60 y 70, señalar con el dedo más alargado al mentiroso descubierto.
Luego, como nos ocurrió a casi todos, descubrimos que aquello que nos enseñaron a hierro y fuego no era cierto. Comenzamos a crecer y a sufrir directa o indirectamente eso de que ni son todos los que están ni están todos los que son. ¿Quién no sufrió un desengaño amoroso primerizo por la mentira del amado o de la amada? ¿Quién no experimentó que aquel amigo o aquella amiga se marchó con fulanito porque le contó un embuste seductor? La mentira comenzaba a rodar y no por ello veíamos a los embusteros afligidos o apartados del resto.
Es lo que tienen los primeros pasos en el mundo adulto que cuando te ves adecuado y curtido para entrar en su senda te pegas la trompada padre. Yo, niño obediente y bastante miedica, llegué a los veintitantos años con la verdad como aliada y única bandera; tenía pánico a mentir y se me instruyó en el acatamiento a la norma. Tanto la veneraba y la manoseaba que la hice mía, unívoca desde mí hasta toda la extensión de los demás. Hablaba ardorosamente denunciando la mentira a mi izquierda y a mi derecha, y hasta creo que, llegado al éxtasis, amenacé con mis puños a algún "mentiroso" que no acataba mi verdad.
Después las cosas se fueron complicando. Me quedé más solo que la una de tanto apabullar con el absolutismo de mi verdad. ¿Eran todos unos embusteros y yo el único auténtico? La soledad me iba contando, día a día, año tras año, que estaba equivocado. Traté de buscarme un sortilegio, en un alarde de auscultación egocéntrica, para que mi verdad fuese una mentira más entre todas las verdades. Aclarándome: deseaba ser sociable. Luché contra el poso de mi educación y contra lo que había asimilado como mi yo exclusivo. Y comencé a perder batallas como Napoleón en el invierno ruso. Poco a poco mi verdad pasó a llamarse sinceridad, dándome cuenta que las cosas casi nunca son totales y definitivas y que volcarse con todo lo que uno lleva dentro no es más que franqueza aunque se esté más equivocado que nadie. La mentira y la verdad se amoldaban a los vericuetos de la vida y hube de comprender que era tan difícil separar el polvo de la paja ya que muchas veces el polvo parecía paja y viceversa.
Lo cierto, ahora ya hombre pasado de la edad mediana, es que no deja de dibujarse una sonrisita en mi cara cuando repaso toda la parrafada que he escrito anteriormente. Ya no me preocupa tanto la verdad y utilizo la mentira habitualmente como medio terapéutico. Estar muy en contacto con la ficción me ha hecho intimar con la mentira y hemos hecho muy buenas migas. He comprendido que la comunicación entre los humanos está asentada sobre la mentira (la verdad suavizada, que diría un comunicador) y que contar cualquier cosa, sea personal e impersonal, la moldea más la mentira que su antagonista. Es más placentero y saludable (consejo para los que sufren de hipertensión) decorar los embustes con ínfulas de autenticidad que enfrascarse en certezas que terminará defendiendo uno solo. Llevamos viviendo un milenio en el que vemos cada día que tal deportista, político, actor, escritor, empresario, sacerdote, albañil o fontanero, etcétera y etcétera, encumbrados en la integridad y la legitimidad caen de la noche a la mañana descubriendo un pasado poco más que sospechoso o un presente tan falso como un euro de madera. La verdad se esconde en cajas blindadas de titanio mientras la mentira, o su símil, lo que todos manejamos día a día, es la calderilla de puertas hacia afuera, aunque cuando se desenmascara públicamente a algún farsante nos damos golpes de pecho y nos indignamos como si nosotros fuésemos ajenos a ese número circense. Me gustaría acabar diciendo algo medianamente cierto... pero mejor me lo quedo que no andan los tiempos para despilfarrar, o eso es lo que dicen de los tiempos los patrañeros.