Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #13: La probeta
A veces uno no puede apartar de su mente ciertas cosas. Pensamientos con el poder de transformar simples sensaciones en algo palpable. En resultados de verdad. Es casi con la magia. Hay muchos ejemplos, como «complaceré» el conocido efecto placebo, tan estudiado y experimentado por la medicina. Otros abren la navaja de Ockham y aseguran que dicho efecto toca una fibra específica de nuestra mente. Que activa ciertos mecanismos, ciertas terminaciones que, según dicen, no controlamos conscientemente. Porque es sabido que la mayor parte de los procesos de nuestro cerebro, muchos de ellos fundamentales, como la toma de decisiones, se hacen inconscientemente. Esas decisiones tienen lugar en esa esquina desconocida de nuestro ser incluso antes de que las planteemos en serio. Lo dice el comisario Adamberg desde la ficción novelesca, pero no por ello sus palabras están faltas de razón y veracidad. Él dice que nosotros ya lo sabemos cuando todavía no lo sabemos.
En fin, que esas cosas que mencionaba al principio, esos interruptores mágicos solo activados por nuestros pensamientos, no solo actúan para nuestro beneficio, sino también en detrimento nuestro. Así, dicen, es la vida. Yo solo lo veo a través del cristal. Pero sé que algún día seré una persona de carne y hueso, y que igual que renaceré de la nada, u otros superarán fácilmente una enfermedad mortífera, de igual modo caemos al abismo ante el más mínimo empujoncito, o incluso sin motivo alguno. Pero yo quiero llegar más allá.
¿Y si esos interruptores de la mente pueden llevarnos a percibir, en momentos de especial sensibilidad, cosas que de otro modo serían imposibles? ¿Acaso no compone el músico sus mejores piezas cuando está especialmente triste o alegre? A donde quiero llegar es al extremo, al borde de la valla, para ver desde allí hay algo que ver, si existe lugar al que ir después. Pienso que, así como somos capaces de ver el mismísimo final sin despegar nuestras cabezas de la almohada, palpar con la mano ese frío muro, inexpugnable para nuestra razón, tal vez podamos otear el más allá en condiciones no muy diferentes, límites por supuesto. Claro que es posible que solo sea un mecanismo de nuestra propia mente encargada de aliviar nuestras aflicciones. Como el conocido túnel y su luz blanca al final. Se dice que es el proceso de apagado de nuestro sistema operativo. Una mera transición hacia la nada. Una fantasía creada para evitar sufrir. Eso dicen. Pero… ¿y si no? Y yo me pregunto, ¿está enfermo aquel que jura comunicarse con el más allá, o es preciso enfermar para poder hacerlo? Quizá sea lo mismo. Quizá no. Ahí queda el dilema.
Ilustración: St.Moony