Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #8 La hoja
Debido a la grandísima emoción que sufre nuestro protagonista de esta semana (una bella hoja de roble) quisiera ser narrador además de testigo. Pido perdón, ya que mi voz ha de mantenerse oculta tras la cortina, pero ella, la hoja, no está hoy en condiciones de expresar sus muchos sentimientos. Así que, sin más preámbulo que una nota a continuación daré paso a las voces importantes a las que he encargado el peso de esta historia: la del poeta y el escribano pesimista.
Dos almas que relatarán un mismo hecho para sembrar dos impresiones diferentes en vuestros corazones.
El escritor dice:
Un símil es un arma poderosa. Mi recurso preferido. Uno capaz de transformar en la mente del lector una cosa en otra completamente diferente. Es casi como la magia. Por supuesto, hay una lista infinita de recursos, la mayoría igual de enriquecedores y maravillosos: hipérboles, metáforas, retruécanos, epítetos, rimas internas, paralelismos falsos… Pero entre todos, me quedo con el símil. Llamadme sencillo, pero con un concepto generalizado de esta herramienta puede uno adjudicarle una función completamente absurda a algo serio, o una seria a algo absurdo. Es posible imbuir conceptos imposibles o que solo tienen cabida en los sueños con solo una cita: «La miró. Sus ojos como suaves palmas recorriendo y acariciando su piel» Uno casi puede sentir el tacto y el calor de esos maravillosos ojos, ¿verdad? Con solo doce palabras puedes crear todo un mundo alrededor. Puedes dotar a los objetos o revestir los hechos con un cariz divertido, triste, melancólico según tu propia percepción o tu estado de ánimo. Según bailen o canten esos pequeños puntos de luz que nos dotan de animación y conforman, entre otros millones de cosas, nuestra imaginación.
Porque todo lo creado ha sido primero imaginado. Esa es el arma más poderosa de la que disponemos. Nuestro inagotable pozo de sabiduría. ¿No es maravilloso? Diría que con todo esto se forma, sin darse uno cuenta, una especie de pasadizo público hacia el corazón de aquel que ha decidido mostrar al mundo su creación. Sea lo que sea. Hacia su más pura esencia. Una senda que es común en conjunto pero única en cada individualidad. Un billete de primera clase al almacén de los secretos más íntimos. Porque todo lo que uno dice o escribe revelará ineluctablemente partes importantes de su ser. A ti, lector fiel o esporádico, o a todo el que tenga el don de escuchar. El don de abrir su corazón para dejar la bondad al descubierto. Para compartirla con una sonrisa. Un pase exclusivo para quien sepa interpretar las palabras. Para quien quiera interpretarlas. Un camino hacia el pensamiento y la personalidad. Hacia los sentimientos. Los dolores y las alegrías.
La hoja… sí, sí, en efecto. Pido disculpas por la digresión. Y puesto que las palabras se las lleva el viento, pero no la esencia que dejan en nuestros corazones, quiero recorrer con vosotros esos pasadizos para observar a nuestra protagonista desprenderse del árbol y caer lentamente sobre la hierba. Lo haremos a lomos de los narradores de hoy.
El poeta dice:
«Cuando decide que ha llegado el momento, y con un nervioso palpitar en su pecho, la hoja decide soltar sus brazos y desprenderse. Es el momento que tanto ha esperado. Un momento especial, único en su vida. Lo primero que siente es el vacío. La gravedad empujándola de repente. Y el viento, tal y como le han asegurado sus hermanos y hermanas, se apresura a extender su palma para amortiguar el golpe. La mece como a un bebé en su cuna. La arrulla con su silbido. Acaricia su espalda con su brisa fresca y suave y la acompaña con calma en el descenso. Ella suspira de alivio y el viento se ríe. Juega con ella. La lleva a la derecha. Luego a la izquierda. Despacio primero. Después hincha el pecho y sopla con todas sus fuerzas y la hoja comienza a dar vueltas frenéticamente. Se asusta un instante. Pero todo es un juego. No hay peligro. Un mero divertimento. Y rápidamente se apresura a posar su palma de nuevo bajo su espalda y a conducirla con ternura de un lado a otro. No pasa nada, le susurra al oído. Ya se ve el suelo. Ella mira por el rabillo del ojo. Es cierto. Miríadas de tallos verdes y delicados se balancean alegres para darle la bienvenida. Es toda una fiesta allá abajo. Quieren recibirla en un mundo por descubrir. Uno que comienza para ella. Para la hoja. ¿Qué será de mí? piensa con emoción. Vivirá y se secará entre las flores silvestres o dará saltos sobre ellas empujada por los caprichos del viento. Se mojará con la lluvia de invierno y tal vez termine en el río, donde el agua fresca la conducirá eternamente sobre su lecho. Conocerá cosas increíbles. Cosas lejanas, inalcanzables en otra vida. Mira un momento hacia arriba. Sus hermanos y hermanas la saludan con emoción. Se despiden de ella con sonrisas alegres y tristes a la vez. Tal vez con lágrimas en los ojos. Pero ella no pude verlas bien. Algún día nos encontraremos al otro lado, queridos, piensa y también llora. Sabe que ellos están pensando lo mismo. Que sienten lo mismo. Lo han hablado muchas veces. Ya casi está. Solo unos metros más»
El indiferente no dice nada.
El bohemio solo piensa en sí mismo y en su felicidad.
El realista se entristece, lo achaca a la crueldad de la vida y lo olvida todo en el mismo segundo para entristecerse con otra cosa.
El escribano es un pesimista consumado, es lo que le apetezca ser, y hoy lo expresa todo de la siguiente forma:
«Con una terrible presión constriñendo sus sentidos, se aferra hasta el último momento. Tiene que resistir. Su mente no lo acepta. Y es que como todo ser vivo no da cabida a su propio fin. Tiene miedo. Demasiado para llorar. Las demás hojas la observan con indiferencia. ¿Qué quieres? Ya sabías que este momento llegaría, le dicen con la mirada y se vuelven para seguir observando el horizonte. Ella sabe que resistirse le producirá más dolor. Pero no puede evitarlo. Su mente grita desde su interior. Un grito atroz y silencioso que le consume. No puede más. Ya no hay esperanza.
Y por fin se rinde.
No puede más y sus dedos son desgarrados de su tallo. Siente dolor y se suelta. Cae al vacío. La gravedad alza entonces sus garras, sonriente, y la atrae con todas sus fuerzas. Un tirón violento y codicioso. Ya te tengo, le dice. El viento aparece. Ambos se disputan el botín. Una lo arrastra hacia el suelo con frenesí y otro trata de arrebatársela zarandeándola sin piedad hacia los lados. Da vueltas y más vueltas. No ve nada. Se marea y pierde la perspectiva. La gravedad hace otra intentona y la hoja desciende muchos metros de repente. Y el viento sopla y la hace de nuevo ascender vertiginosamente. Y de nuevo lo mismo. Sigue girando sobre sí misma. A la derecha. A la izquierda. ¿No es suficiente lo que le espera? ¿Por qué no la dejan morir en paz? Desde abajo la maleza agita sus brazos. Está enloquecida, ávida de emociones, o eso le parece a ella. Solo tiene un segundo para observar los tallos verdes y marrones, pero cree que gritan y se ríen a carcajadas. Se alegran de tener algo en que pasar la tarde. Otra víctima para aliviar sus propias almas, ya que tarde o temprano compartirán su destino. Tal pensamiento no la alivia. Ella nunca le ha deseado mal a nadie y no va a empezar ahora. Entonces una sensación de vacuidad la arranca de sus pensamientos. Está desesperada y llora. Por fin puede llorar. La gravedad y el viento llegan a un acuerdo y la hoja se mece suavemente. Ya casi ha llegado. No merece la pena luchar. Entorna sus ojos hacia arriba esperando algo de compasión. Nadie la mira. Ni siquiera los hermanos y hermanas con los que ha compartido tantas y tantas estaciones. Nadie la echará de menos. Abajo le espera un mundo breve y tormentoso. Al menos le han dicho que era breve, aunque está segura de que le parecerá una eternidad. Estará fuera de la protección de las ramas que le dieron la vida. De la soberbia de las alturas, donde una piensa que nadie puede alcanzarle. Tampoco correrá la dulce savia por sus venas. Nunca más. Y ya ves. Le espera un final de los más terribles. Triste existencia. Será pisoteada por las personas o ingerida por algún animal. Será defecada. Zarandeada por el viento y humillada por la lluvia y el granizo. Pronto se pudrirá. De desgajará y sus pedazos se esparcirán por todas partes como despojos inservibles. Tal vez acabe en el río, lo que acelerará la putrefacción, y será conducida después por sus poderosas aguas como un reo. Para que todos vean su escarmiento. Su miseria. Para que sean testigos de su deshonor. De su vergüenza. De su destrucción. ¡Oh, Dios mío! ¡Ya casi he llegado al infierno! Ya no hay esperanza»
Ilustración: St. Moony