Kabalcanty
Una sucia mochila olvidada
El andén del tren suburbano recogía apenas un par de docenas de personas, la hora punta, la que albergaba a la clase trabajadora, había pasado y la frecuencia de los trenes era menor. Los vigilantes acorazados, en pareja, deambulaban de acá para allá sobre el andén o se apostaban en las esquinas de los vomitorios para detectar cualquier anomalía. Eran hombres y mujeres rudos, de mirada bovina y cuerpos metidos en carnes (no necesariamente pétreas) vestidos con una especie de peto protector, cubriendo las partes vulnerables de su cuerpo con remaches de cuero trenzado, y cuya implacable ley hacia recelar a los usuarios del suburbano hasta infundirles un miedo que les obligaba a comportarse como un rebaño cívico.
Por las enormes rejillas de ventilación se escuchaba el rodar del tráfico sobre la superficie urbana y los cláxones de los autos demorarse en su lastimera nota. Sin embargo, sobre el andén sólo el bufido de la maquinaria del tren llegando a la estación, los pasos para colocarse en el sitio deseado sobre el apeadero o el rumor de una frase breve, rompían el orquestado silencio. Sobre el luminoso que indicaba el tiempo que le quedaba por llegar el tren, las cámaras de seguridad meneaban el cuello metálico, de izquierda a derecha y de abajo arriba, examinando cualquier movimiento sospechoso.
Apoyada contra la pared curva de la estación, Ángela protegía su mugrienta mochila entrecruzando una de sus piernas. Vestía ropas oscuras, acharoladas por el uso, y colgaba de su cuello un collar con enfiladas caracolas; una estridencia más en su desaliñada indumentaria. Su rostro mostraba a una mujer de unos cuarenta años, desaseada, delgada al extremo, con una cola de caballo que apelmazaba unos grasientos cabellos. Su corte de cara ovalado, con unos labios resecos pero perfilados y carnosos, unos ojos rasgados y verdosos, aunque hundidos y apagados por un viso de acero, y una nariz recta de perfil aristocrático, decían de una mujer bella que ya no le importaba serlo. En su rictus (con lo primero que se quedaba uno al mirarla superficialmente) se plegaba una derrota que cruzaba sus pómulos en una arruga honda y escarpada y que anidaba en su barbilla temblona con tendencia a desmoronarse en el suelo. Su piel estaba curtida, renegrida, y sus manos, arrugadas como las de una anciana, se engalanaban con un par de anillos de polipropileno de colores chillones.
- Te recuerdo que no tienes derecho a asiento dentro del vagón ¿vale?
Le advirtió jactanciosamente una vigilante acorazada, cuando quedaba un minuto para que llegara el tren.
Ángela subió al vagón y se acurrucó en una esquina bajo la maneta de la parada de emergencia.
A su lado y a un lado y otro del vagón, los pasajeros ocupaban sus asientos entreteniendo su silencio. Un joven arqueaba sus labios al son de la música que emitían sus auriculares; un hombre maduro confiaba su maletín a sus rodillas escudriñando a un frente indefinido; una religiosa pasaba las cuentas de su rosario musitando una muda letanía; una mujer oronda tecleaba su teléfono móvil mientras sonreía; otro hombre ojeaba un periódico deportivo sin detenerse en nada; otra mujer leía un ebook y levantaba los ojos intermitentemente como si deseara guardar las palabras en un preciado arcón intrínseco; una jovencita, junto a una señora con el cabello lacado y teñido de rubio trigo que se suponía su madre o su tía, jugueteaba con las puntas de sus pies; otro muchacho, al extremo del asiento corrido, colocó su mochila de marca sobre un asiento vacío mientras buscaba en la pantalla de su teléfono móvil algo de suma urgencia; un anciano apoyaba sus dos manos sobre su bastón soslayando a Ángela con indisimulado desdén.
Fue al entrar en el túnel de la tercera estación cuando comenzó el llanto de Ángela. Primero fue una suave sacudida de hombros la que le hizo volver el rostro hacia la pared plástica del vagón. Sus lágrimas brotaron lloviendo sus manos sarmentosas y barnizando sus uñas oscuras. Después fue apoderándose la rabia y el lamento salía íntegro de su pecho haciéndolo subir y bajar. Hundía su cabeza contra la pared como sí deseara perderse entre el esqueleto del vagón.
Los pasajeros la miraban a hurtadillas y volvían a sus quehaceres evitando los ojos ajenos.
Llegando a la nueva estación, el llanto de Ángela fue asentándose, colocándose en mera vivencia que chorreaba barbilla abajo con delectación. Sus manos se engarfiaron en sus brazos mientras sollozaba recogiéndose en ese mar de lágrimas que parecía reflotarla desembarazada de todo peso. Suspiraba con hondura para después dejar fluir su llanto con la liberadora sensación de un aguacero.
- Vamos tú, se acabó la función.
El pie de uno de los vigilantes acorazados le golpeó en el trasero.
La sacaron en volandas fuera del vagón olvidándose de la mochila mugrienta que acompañaba a Ángela. Luego el silbato del tren anunció la marcha y las puertas se cerraron borrando en segundos el andén de la estación.
Los pasajeros se miraron, unos arqueando las cejas y otros alzando los hombros; la religiosa se santiguó y el anciano pasó una de sus manos a lo largo del bastón. En breve, todos regresaron a sus entretenimientos y la oscuridad del túnel los regresó a la opacidad que caía sobre sus cabezas desde los tubos de neón del vagón.
Bajo la maneta de la parada de emergencia, en la mochila de Ángela se secaban expandidas unas cuantas lágrimas.