Kabalcanty
El recóndito edificio romo
Se echó gomina en el pelo hasta que le pareció que su calva era un vestigio pasado; el espejo reflejaba su porte recio y la expresión más decidida que encontró. Mientras se perfumaba con la colonia de imitación que compró en el hipermercado, canturreaba machaconamente una misma melodía ("Soon" del grupo Yes) con el sabor de una alegría que no se paró a contar cuanto tiempo llevaba sin disfrutar. Se sentía rebosante y no le importó apenas dormir y levantarse cuando aún estaba oscuro para ponerse a tono con la ocasión. Desayunó frugalmente, notando una pequeña sobrecarga en el estómago que le quitaba el apetito, y salió de casa estirado y a paso firme.
En el tren se encontró con similares obreros jóvenes como los que antiguamente tomaban el transporte a esas tempranas horas de la mañana. Gestos soñolientos y aburridos que miraban el discurrir de las estaciones con la indiferencia de la rutina. Las muchachas tecleaban el móvil o bostezaban rebuscando en sus bolsos de plástico. Algún anciano dormitaba en su asiento ajeno al zarandeo del tren.
En el centro urbano tomó la avenida en cuesta, tal y cómo se cercioró consultando el callejero el día anterior, y se desvió en la tercera calle a mano derecha. Al fondo de esta se cruzaba la calle Abanades, su destino, que serpenteaba prolongadamente hasta cerca del Estadio de Fútbol Nacional, junto al río que atravesaba la ciudad. Al llegar a la esquina, y tras consultar la hora, decidió que fumar un cigarrillo era una buena opción, pues tampoco era necesario llegar demasiado pronto a la cita y tener que esperar con inquietud que abrieran las puertas del edificio.
- Buenos días -le interrumpió la voz de una anciana a la primera bocanada del pitillo- ¿sabría usted indicarme dónde se encuentra el Edificio Romo?
La anciana estaba perfectamente arreglada: su pelo teñido y lacado y sus gafas de montura de moda sobre unos ojos azules y acuosos que achicó inverosímilmente cuando se quedó mirándole esperando la respuesta.
- Precisamente, señora, tengo una cita en ese mismo edificio dentro de un momento, así que puede acompañarme si lo desea.
La anciana se colgó de su brazo ("así iré más segura, si me lo permite", dijo cambiándose el bolso de lado) y, sin terminar de apurar el pitillo, tomaron la calle Abanades.
El paso de él se ralentizó sobremanera al tener que acompasarlo al de ella. Se sintió un poco molesto por su civismo y decidió hablar poco y acelerar, de la forma más solapada posible, la marcha. Observó que desde algunas de las ventanas les escudriñaban risueños, unos camuflados tras las rendijas de los visillos y otros asomándose insolentemente a su paso y meneando las cabezas con una cachaza cómica que cuando estallaba en risotada les hacía abandonar la ventana raudos para escucharse su carcajada en un eco cruel.
- ¿Hace mucho que viene usted al Edificio Romo?- le preguntó la vieja, señalando el fondo de la calle.
- Hoy es el primer día; me llamaron de la Agencia Comunitaria para que viniera a recoger la Cédula de Idoneidad.
- Yo llevo más de veinte años viniendo -añadió la anciana con un deje de resignación.
Detuvo ligeramente el paso y recorrió el perfil de ella.
- Es jodido hacerse viejo -musitó la anciana, tirando del brazo de él- pero nunca debe perderse la esperanza como siempre decía mi Ramón que en gloria esté.
Cuando la calle comenzó a curvarse en su descenso al río, él se detuvo y repaso el trecho que habían recorrido. Ningún edificio destacable se erguía en ninguna de las aceras. Abajo de ellos, en lontananza, bordeando una hilera de árboles de grueso tronco, la calle zigzagueaba hasta difuminarse en el vapor que producía la humedad del río.
- Voy a preguntar en esa tienda -dijo él, decidido y conduciendo a la vieja a un establecimiento de telefonía móvil.
- Sin duda se lo deben haber dejado al otro lado de la calle; cuando vean el letrero del Garaje Campeón están ustedes al lado del edificio que buscan.
Les explicó la dependienta, a la cual se le escapó una risita impertinente cuando apenas pudo terminar la frase.
- Rosy se llamaba la antigua dependienta, antes era una mercería; le pregunté lo mismo hace más de veinte años y me contestó de forma parecida. Luego nos hicimos muy amigas hasta el día que le llegó la notificación para recoger la Cédula. ¡Qué lástima era muy buena mujer! -comentó la anciana meditabunda cuando salieron de la tienda.
Cuando llegaron a la altura del Garaje Campeón, tampoco se toparon con el edificio que buscaban. La anciana se desenganchó del brazo de él y se sentó en una silla de la terraza de un bar. "Me tomo una "clara" y me marcho para casa; mañana será otro día. ¿Quiere usted tomarse algo? Le invito por las molestias que le he dado"
Él preguntó por el Edificio Romo a un tipo esmirriado, con un mono de trabajo dos tallas más grande, que se apostaba en una de las columnas de entrada del garaje.
- Búsquelo usted mañana, -le contestó con una bonachonería que rayaba en la befa- hágale caso a la señora y tómese el aperitivo que la calma es toda una filosofía.
Él volvió a recorrer la calle hasta el alto donde descendía al río. Luego retornó, sudoroso, preso de una perplejidad que le invitaba a una sonrisa sardónica, y comprobó que la anciana ya se había marchado de la terraza del bar.
- Un coñac doble, por favor -pidió al camarero.
Mientras esperaba, vio cómo el hombre del garaje sonreía asintiendo con la cabeza.