Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #1 (El espejo)
A nadie le gusta su propia imagen. Bueno, a casi nadie. O por lo menos no a todo el mundo en todo momento. Creo que depende del estado de ánimo y del físico en sí. Aunque también es cierto que el físico cambia a los ojos dependiendo del estado de ánimo y el estado de ánimo se condiciona a su vez por el físico. Está claro cuál es problema: Los ojos. Ahora en serio. En general, a las personas no les gusta su propio cuerpo. Esa es una verdad infalible. Y mucho menos reflejado. Como si la culpa la tuviéramos nosotros. Como si el resto del tiempo fuera de otra manera por el simple hecho de no observarse más que desde la perspectiva de sus propias narices. Desde lo alto. Esa perspectiva casi nunca es mala. Porque si lo es desde allí… mal asunto. Y es que siempre encuentran un millar de cosas que quieren cambiar sin darse cuenta de que, si fuesen de otra manera tal vez quisiesen que fuera de una, y si fuesen de una querrían retornar desesperadamente a la otra. No te digo nada si ampliamos la variante en tres o cuatro. Lo sé porque las personas hablan cuando se creen seguras en su intimidad.
Bueno, y más cosas que no vienen a cuento. Por eso puedo decir sin temor a equivocarme que la mayoría de esas veces ni siquiera tienen intención de hacer nada por cambiar nada. Como si una estricta norma se lo prohibiese. No tocar la variante más que con la mente, como en ajedrez. «Pieza tocada, pieza movida» Un riesgo comprensible. Como si lamentarse no fuera ya tarea considerable. Creo que la explicación de dicha aptitud o ineptitud está en armonía con los pensamientos. No me refiero a los pensamientos particulares de cada uno, sino a las cualidades del propio pensamiento. Siempre en constante evolución, o involución, según se mire. Dejémoslo en la definición benévola de: siempre cambiantes. De casilla en casilla. Sin capturar ni contar veinte. Unos tardan más y otros menos, pero todos se trasladan al escaque siguiente con los años, los meses, las semanas, los días, los segundos, los microsegundos, los nanosegundos… En cualquier dirección y de uno en uno. Como el rey. No se quedan quietos, no señor. Mutan a cada detalle nuevo advertido, con cada comentario escuchado o a cada soplido de la brisa sobre la veleta en lo alto del tejado. Como un virus escapando de su antídoto. Es la verdad. Se creen especiales, diferentes los unos de los otros, pero lo cierto es que están hechos de la misma puñetera pasta. Con pequeñas diferencias, pero de la misma pasta.
Y eso no suele gustarles nada.
Ilustración: St.Moony