Kabalcanty
Unas y otras elecciones
(He desempolvado el escrito posterior, surgido tras las elecciones generales de noviembre del año 2011 ganadas por mayoría absoluta por el Partido Popular, porque su relectura me ha hecho darme cuenta de mi cambio de actitud como votante. Tal vez tenga que ver que en el trascurso de estos casi cuatro años mi estatus social ha variado bastante: pasé, día a día, mes a mes, y sin anestesia, de clase media a clase pobre. Mi indignación, llevada a niveles extremos, se ha saldado con una dosis inaudita de mala leche reconcentrada y me ha llevado a la antesala de la depresión, enfermedad con la que intimé unos quince años atrás por otras circunstancias que no vienen al caso. Sin embargo, ahora en mayo del año 2015 ante las elecciones autonómicas y municipales, necesito y tengo la esperanza depositada en unos nuevos y jóvenes políticos que, surgidos del estallido popular quincemayista, desembocado en la gran acampada de la Puerta del Sol madrileña, me recuerdan al joven idealista que fui y que se diluyó por toneladas de política mediocre, cobarde y únicamente partidista. Casi cuatro años después, mi escepticismo se ha repintado de una confianza que creía perdida. He vuelto a creer en la buena voluntad política, en la vocación al servicio de las gentes con el proyecto de que este país deje de ser de mierda, inamovible por servilista, como muy bien tildó mi admirado actor José Sacristán el pasado 15 de mayo en una entrevista al Diario de Lanzarote. Releo mis palabras de cuatro años atrás y me agrada más que nunca que haya pasado el tiempo, pese a todo mi descalabro económico. Ahora me da el pálpito que todo va a cambiar de verdad a pesar del bipartidismo y sus voceros, a pesar del miedo histórico, a pesar de los asesinos financieros en la sombra, a pesar de cómo ha quedado el solar en estos casi cuatro últimos años. Tengo fe, aunque en mi boca esta palabra suene pagana).
Cuando Ana y yo fuimos al colegio electoral ese mediodía llovía intensamente, no sé si motivado por un recrudecimiento borrascoso o por una sibilina intención de quitarnos las pocas ganas de votar. El hall del colegio era la guarida perfecta para unos cincuenta votantes en potencia que acarreaban de acá para allá los carritos de los bebés o se reencontraban con ese vecino que viaja mucho o que cambió recientemente de domicilio. De lo que menos se hablaba en los corrillos era de política, creo que hasta resultaba molesto contemplar la montonera de papeletas haciendo guiños y cuchufletas para llamar nuestra atención y que se la eligiese, aunque fuera por descuido o porque no nos habíamos puesto las gafas de cerca. El caso era coger una, lapidarla en un sobre y dejarla caer en la urna. Pero el desencanto por unos políticos que optan por la permanencia, por andar en el ranking del candelero o candelabro en vez de por mera vocación y fe en sus ideas, ese desencanto calaba tanto en el electorado y era tan notorio esa mañana de noviembre cómo que llovía a cántaros porque tiene que llover, como decía el añorado Pablo Guerrero.
Indudablemente Carabanchel, el barrio donde vivimos y votamos, es zona urbana mayoritariamente de clase obrera, la que irrefutablemente está pagando y sufriendo esta crisis con la impronta de una ambición megalómana que poco tiene que ver con estas gentes de pisos de 60 m2 y vacaciones en el pueblo o en la casita playera donde se hacinan hijos y nietos para disputar un pedazo de mar contaminado, tan popular y sin privatizar, de momento. No es de extrañar que esta parcela de Madrid, castigada como es debido con una alta tasa de paro, anidada de contratos basura que hacen tirar a las familias más mal que bien, no es extraño, digo, que esta jornada electoral sea un ejercicio de inercia sin ninguna clase de esperanza. La desgastada, y siempre timorata, opción socialista parece dejar paso a la apabullante y sectaria baza del Partido Popular.
Guatemala, con perdón, y guatepeor, o viceversa, para los desheredados que siempre contemplaron el horizonte de su futuro entre hilvanes y que algún avispado, de esos ambiciosos jactanciosos, que ni en la cárcel, ni en el paro, tuvo a bien abaratar gastos y emplear para ese hilván hebras recauchutadas de inmejorable apariencia y vida breve.
Al estallido de la crisis, estos avispados, espabilados, esos políticos, amigos de políticos y afines diversos, toman sus vacaciones en hoteles de cinco estrellas en Salou en vez de la calidez aborigen de las Islas Seychelles, pobrecitos, mientras los otros, a los que les cambiaron el hilo, malvenden su casita playera o del pueblo, aprietan en sus breves casas a su descendencia desempleada y desahuciada y/o renuncian a las vacaciones para mantener las lentejas con la miaja de chorizo.
Ya sin lluvia, aunque nublado y amenazante el cielo, ya noche de otoño avanzado, Ana y yo vemos por televisión el esperado fin de fiesta electoral. Discursos de ganadores y perdedores, y ningún derrotado que lo admita, entre grandes propósitos a partir del día siguiente tanto de unos como de otros. La misma pantomima de siempre. Música y banderitas para los ganadores, apretones de manos fugaces y palmaditas en el hombro para los derrotados. Los votantes, olvidados, ya no sirven hasta dentro de cuatro años. Previsible y aburrido protocolo. "No nos miran -le comento a Ana- porque no quieren darse cuenta que estamos a sus espaldas... y afilándonos los dientes."