Beatriz Suárez-Vence Castro
Noche de perros, zorros y lobos
- Qué linda. Todos los que tienen el hocico rosa me gustan-, dice, acariciando a mi perra, que mete el rabo entre las piernas, poco acostumbrada aún a atenciones espontáneas de desconocidos.
- Gracias-. La tuya también es muy bonita-, le digo, mientras las dos perras se ponen a jugar con una naranja, haciéndola rodar por las piedras blancas que, a esas horas de la noche, a la luz de las farolas, parecen grises.
- ¿Qué raza es? -, me pregunta.
- Un podenco -, le digo, y él sonríe con una sonrisa enorme, que deja ver una boca con pocos dientes.
- La madre de mi perra también era podenca, su padre un fox terrier y su abuelo un zorro -
Lo miro con la suficiencia de los que, teniendo un techo, nos creemos cuerdos y a salvo de los efectos del vino que él ha tomado para aguantar el frío de una noche al raso.
- Mira -, me dice, mientras sujeta al animal: Tiene hocico de podenco, pelo de fox terrier y mirada de zorro. - Casi no sale adelante-, sigue contando. Era el más débil de la camada. Sus hermanos se quedaban con toda la leche de su madre -. Me lo dieron y lo crie a biberón, como a un hijo -
La historia ya empieza a parecerme real, mucho más real que algunas de las que oigo de bocas sobrias y diurnas.
Alguien pasa por nuestro lado en dirección a la Peregrina y el dueño del perro-zorro le pide unas monedas. Mi perra, que ha venteado algo más interesante que la naranja, pierde interés en el juego y se adelanta hacia el nuevo olor, olvidándose por un momento de que ha salido conmigo. La sigo para recordarle que vamos juntas y me despido del perro-zorro y de su dueño que se han llevado toda mi simpatía mezclada con olor de vino y fruta.
La sangre podenca que rompiera el hielo hace un momento, tira de mí hasta la Alameda, a la que no había vuelto de noche desde que me desenganché de las pipas y maté el último grano de acné. Está más bonita que entonces, con la luz adecuada y gente paseando y haciendo deporte a una hora en la que los demás duermen.
Mi perra se lanza al verde y justo allí donde un letrero pide que respetemos los jardines, ella decide manifestar su rechazo al sistema y me obliga a agacharme con una bolsa en la mano.
Cuando las dos levantamos la cabeza nos encontramos con otro hombre y otro perro. El perro parece un lobo y el hombre, que no es su dueño, nos cuenta que lo ha visto cruzar, desorientado a la altura del Sánchez Cantón a punto de provocar un accidente y resultar herido. El perro es imponente en tamaño, peludo y manso como una oveja. Lleva una placa en forma de hueso que no conseguimos leer porque mi perra, poco comprensiva con los coqueteos de machos corpulentos, le enseña los dientes hasta la encía y él sale corriendo, asustado, hacia los jardines del Ayuntamiento.
Llamamos a la Policía Local que manda una patrulla para hacerse cargo y, mientras lo buscan, contacto con una amiga de Difusión felina que está de guardia a esas horas y me cuenta que el perro-lobo es un viejo conocido de los amigos del mundo animal pontevedrés. Pertenece a un restaurador de la ciudad con poco tiempo y ganas de cuidarle. El animal ha sido ya recogido varias veces de la calle, devuelto a su dueño otras tantas y la situación se repite hasta resultar molesta para todos. Es un caso de perro no maltratado pero tampoco atendido como necesita. Un caso de esos que no llaman la atención por su crueldad, pero sí por su pasotismo.
Mientras digiero la información que no conocía sobre Eros, el nombre que no pude leer en la placa y que mi amiga me facilitó, pienso en la distinta suerte que tienen el perro-zorro al que su dueño no puede comprar pelotas pero regala naranjas para enseñarle a jugar y el perro-lobo al que dan comida pero no prestan atención. Es la suerte que les ha tocado compartir con dos amos en el mismo tiempo y espacio pero en polos opuestos: el amo al que le van bien las cosas y que recoge a su perro por puro trámite cada vez que se escapa y el que tiene dos monedas en un vaso pero es rico en tiempo.
A Ganlla, la perrita de raza extraña, la seguiremos viendo feliz, mimada, con todo el cariño de quien la cuida, aunque no tenga casa. Eros, el perro de raza pura, seguirá marchándose de su casa, apareciendo de improviso en cualquier lugar de nuestra ciudad, buscando a alguien que le enseñe a jugar y cuente, con chispa de amo orgulloso, historias en las que él y sus abuelos lobos sean protagonistas.