Kabalcanty
Después del misticismo
(Al admirado escritor Juan José Millás)
Kavaranchel sigue siendo un tiznón neblinoso, casi impenetrable, al sur de la Gran Urbe. Habitado o no, parece flotar sobre la consciencia de cualquiera que se formula una pregunta ante su frontera de bruma acerada. Se concibe como parte del núcleo urbano pero más como curiosidad para mostrar al foráneo, y que le saque unas fotos de su telón vaporoso, que como auténtica parte de un barrio. Se dice, según la chismología más a pie de calle, que fuera de su halo los sueños son demasiado frágiles en la Gran urbe.
Cuando el resacoso lunes comenzaba a poner en movimiento a la mitad de los habitantes (la otra mitad eran desempleados) de un suburbio al sur de la Gran Urbe, siete tanquetas del cuerpo especial de la policía aparcaban con toda prosopopeya frente a un bloque de pisos de fachada metalizada. Los agentes descendieron con la celeridad y el brío de cualquier superproducción yanqui y se colocaron en fila paralelos a las tanquetas. Pertrechados con chalecos antibalas, cascos, guantes, rodilleras, pistolas, porras y botas de campaña, permanecieron hieráticos mientras uno de ellos, el de más graduación, paseaba fila arriba y abajo escudriñando el final de la avenida y consultando su reloj. En cinco minutos apareció un vehículo oficial, gris oscuro con las lunas tintadas, del que descendieron cuatro hombres vestidos con trajes oscuros, camisas blancas y corbatas también oscuras.
- Procedamos - dijo escuetamente uno de los hombres, dirigiéndose al agente en jefe y después de consultar con la mirada a uno de los otros.
Diez o doce personas se fueron aglomerando frente al despliegue. Se ajustaban las bufandas y se aseguraban los broches de sus abrigos pues la mañana era muy fría a pesar de que un tímido sol sacaba el hocico en la cúspide del edificio metalizado.
A paso vivo, todos los agentes, unos cincuenta, penetraron en el portal, cerrando filas los cuatro hombres y el agente en jefe. Llegaron al primer piso, puerta C, y se abrió la formación para dejar paso franco a los cuatro hombres vestidos de oscuro; el mando policial se quedó un par de metros retrasado. Uno de los hombres llamó una vez solamente al timbre, ya que Cecilia, Wilson, sus gemelas de cinco años y el bebé de mes y medio, que sujetaba su madre entre los brazos, vestidos con ropa de abrigo, les abrieron con prontitud.
- Buenos días -comenzó uno de los hombres, mirando al vacío- ¿Es usted el señor Wilson Garona Mas? -el padre asintió- Soy el agente judicial Antonio Aguas Cerrón del juzgado de primera instancia número 379 y bajo orden número 7362/BDJ, dictada como sentencia por el ilustrísimo señor juez don Amadeo Ruiz Mañas, debo proceder al desalojo de esta vivienda. Si está usted de acuerdo, firme al pie de este impreso, por favor.
Wilson firmó tembloroso, a la vez que a Cecilia se le mojaban los ojos.
En la calle, la multitud se había duplicado y rodeaba el portal. Cinco o seis personas, pancartas en ristre, comenzaron a vocear cuando, escoltados por la cincuentena policial, salió la familia a la gélida mañana.
- Nos echan de nuestras casas de protección oficial porque la alcaldesa ha vendido nuestros pisos a fondos buitres.- gritó un manifestante, arengando a todos los reunidos- Estas viviendas son para familias necesitadas, compañeros, construidas con la aportación de todos nosotros, y ahora nos roban el techo duplicando el alquiler. ¡Pongamos freno, compañeros!
Uno de los policías empujó al manifestante y le arrebató la pancarta. La hizo pedazos con sus guantes acorazados y la lanzó bajo una papelera.
En apenas un par de minutos, el despliegue policial era recuerdo en la avenida del suburbio al sur de la Gran Urbe. Cecilia, Wilson y sus tres hijos, en el centro de la muchedumbre, no sabían hacia dónde ni a quién mirar.
Tres o cuatro horas después, uno de los agentes presentes en el desahucio, custodiaba el portal de la nueva vivienda del ex arzobispo de la Gran Urbe. Era un piso de unos 370 m2 situado a las espaldas de la Catedral y que concedía el Arzobispado para que el retiro del cardenal fuese lo más espiritual y placentero posible.
Con el gesto adusto de costumbre, escondida su mirada zafia tras sus gafas de cristales ahumados, contemplaba la ciudad desde uno de los ventanales del piso.
- ¿Qué diantres habrá en esos barrios del sur con esa niebla siempre trajinando? Resulta hasta diabólico ¿no te parece, Jerónimo?
Jerónimo, su obispo auxiliar, se acercó al ventanal hasta rozarlo con la punta de la nariz.
- Cosa de la contaminación, supongo.
El ex arzobispo le soslayó, arrugando el gesto, para retornar a su escrutamiento reflexivo.
Un sol impreciso de mediodía bañaba la estampa de la ciudad.
- Me altera esta visión, Jerónimo, y no quiero pasarme los últimos años de mi vida contemplando panoramas inquietantes. Manda que coloquen cristales esmerilados en todas las ventanas situadas en esta dirección. Es lo menos que me deben para mi consonancia espiritual.
Se alejó del ventanal con brusquedad farfullando para sí mismo.