Kabalcanty
Cena con déficit
La casa tenía un aspecto magnífico con todas esas flores de tela que Elena había ido colocando estratégicamente por el salón, el cuarto de baño y el hall; además había decorado la entrada a la casa con una guirnalda, que confeccionó ella misma, de una gama de colores brillantes que resaltaba la puerta así como si se tratase del pórtico a un lugar maravilloso. Yo la vi disfrutar tanto durante ese último mes (había vuelto a sonreír por cualquier nimiedad con ese mohín tan cautivador) que me sentí incapaz de confesarle la realidad que nos acechaba de forma inminente. Me dije, no sin cierto sinsabor, que merecía la alegría de celebrar esa fiesta de sus cincuenta cumpleaños como si se tratase de cuando cumplió los dieciocho.
Los familiares y amigos fueron llegando cuando comenzaba a anochecer, tal y cómo había pedido Elena en una romántica invitación por correo postal. La mayor parte eran familiares y amigos suyos, los míos, amigos sobre todo, se fueron diluyendo a medida que las cosas me fueron yendo peor. Apareció K., un amigo personal por razones obvias que no vienen al caso, un poco achispado como de costumbre.
Antes de cenar tomamos unas copas y unos piscolabis diseminados todos por el salón. Como la casa no era en exceso espaciosa, todos teníamos una notoria sensación de agobio que, sin embargo, se disimulaba con esa suerte de alegría impetuosa que impregna a casi todos los integrantes de estas reuniones.
Fue inevitable que Carmina, una sobrina quinceañera, se pasara todo el rato extendiendo su garrote para selfies y fotografiarnos una y otra vez, juntos y por separado, para teclearlo impulsivamente desde su móvil y "wasapearlo a toda mi tribu". Más me extrañó que se interesaran por el artilugio extensible varios familiares y amigos, que pasaban de la cincuentena, y que asistieron embelesados a las explicaciones de Carmina. Sin duda, fue la guinda de la fiesta.
- Es que estás fuera de onda, Australopithecus. - me espetó Nuria, una amiga de Elena, notando el escepticismo de mi mirada y lanzándome una risita burlona.
Tuvimos que abrir la mesa plegable de la cocina y habilitar las dos mesitas bajas del salón para que todo el mundo se sentara a cenar. Todos entraban y salían de la cocina con nuevas latas de refrescos o cerveza y botellas de vino. Los invitados, y también los anfitriones, comenzaban a tener ese punto extrovertido que suele brillar en los ojos.
- ¿Cuánto te dieron por el buga? -me preguntó K., con una jarra de cerveza checoslovaca que me regalaron cuando me casé.
- ¿Cómo coño has dado con esa jarra? -le interpelé, sin ocultar mi cabreo.
- El buga, Arturo, déjate de jarras que por estas no te dan ni veinte euros.
K. se mostraba firme, inflado a alcohol, pero solido como una piedra berroqueña; sus ojos brillaban hasta deslumbrar.
Le dije la cantidad a regañadientes.
- Con eso no has pagado ni la mitad de este ágape. No se lo digas a Elena; dile que, aparcado, te han dado una hostia y te lo han dado siniestro en el seguro. Creo que es lo mejor, Arturito.
Cenamos un consomé marinero y unas delicias de chepa de buey con patatas panaderas. A esas alturas todos los comensales parecían satisfechos y se deshicieron en elogios a Elena. Nos pidieron que nos besásemos y así lo hicimos (Elena olía a Donna Karan como nunca), y tras el aplauso, todos brindamos con sidra "El gaitero" (el presupuesto con la venta del coche no daba para más). Tal y cómo temía, se me pidió, entre una pachanga que dirigía la segunda pareja de mi hermana, que les recitara un poema. Desde el ordenador imprimí el primero que encontré y, resolutivo para acabar con aquello lo antes posible, me lancé a declamar. El bullicio, incrementado por los brindis en petit comité, jalonaron mis palabras hasta tal punto que los últimos cinco versos los pronuncié moviendo los labios sin articular palabra. Al final, cuando miré hacia el fondo de la mesa y me guardé el papel, todos aplaudieron a rabiar.
- Pero, Artur, si esos versos son los mismos que le dijiste a mi madre por su cumpleaños -me secreteó Elena, pasándome los brazos por el cuello y besándome tras el lóbulo de la oreja.
Avanzada la medianoche, despedimos a todos bajo la guirnalda rutilante.
- Adiós, cariño. Ha estado todo genial y te deseo que cumplas otros cincuenta con esa simpatía tan tuya. -se despidió Lucía, una de las amigas más cercanas a Elena.
- ¡Nos vemos, poeta! -me palmeó el hombro uno de mis cuñados a la par que violentaba la noche con su carcajada.
Al volver a entrar en la casa vi arrellanado a K. en uno de los sillones del salón con una jarra de cerveza recién servida. Suspiré y escudriñé el gotelé del techo.
- Artur, estoy agotada; me voy a la cama derechita. ¿Vienes? -Elena me echó una media sonrisita con ocultas intenciones.
Le dije que iba en un momento.
- No tardes que me duermo.
Me acerqué a K. y me dejé caer en el sillón de enfrente.
Me ofreció un cigarrillo y su jarra de cerveza. Sólo le tomé el pitillo.
- ¿Qué más vas a vender? -me preguntó, dedicándome su trago inmediato.
Con la primera calada hice circulitos de humo que fueron fundiéndose entre los focos del techo.
- Lo que vendió Fausto.