Carlos Xerardo Casais
Palabras enjauladas: Maldita renta
Cuando Félix, al otro lado del teléfono y con voz autoritaria, me ordenó que fuera a su casa esa misma tarde sin falta, no tenía ni la más remota idea de qué pretendía de mí. Su actual obsesión por la música barroca me indujo a pensar, en un primer flash, que había trazado algún plan para darme la paliza escuchando la última adquisición de un vinilo de Vivaldi, en una edición exclusiva para melómanos y en estuche de lujo: él es muy dado a estos alardes de nuevo rico. Me equivoqué y me hizo sentirme malpensado instantes después. No es la primera vez que me pasa. Siempre me absuelvo echándole a él la culpa por ser tan estirado y elitista, pero el pecado, en realidad, también es mío por entrarle al trapo en todos sus envites. Es consecuencia de la ingenuidad.
Así, a botepronto, se me ocurre que uno, cuando tiene un problema, tiene tres opciones posibles; al menos son las que yo manejo: callarse y comérselo uno solito, la más mentecata; comentarlo con algún amigo o profesional por si puede aportar alguna solución o encararlo de una manera diferente, la más lúcida; por último, intentar endosárselo a otro, haciéndose el loco, la más pusilánime. Félix, haciendo uso de su displicencia cotidiana con su mundo y con el de los demás, optaba siempre por esta última: por traspasarlo sin contemplaciones ni remordimientos. Yo, para colmo de males, era su primer y me temo que único candidato. Conseguía, además, que, en mi estupidez, lo asumiera en su integridad como si fuese mío. Es consecuencia de la educación cristiana.
«No te olvides de traer tu calculadora, que es mejor que la mía, y te va a hacer buena falta». Esas últimas palabras a través del auricular acabaron por delatarlo y facilitarme la prueba de por dónde iban los tiros y sus prisas. No es la primera vez que me sucedía y siempre, en mi bisoñez, me pillaba desprevenido. Estamos en plena campaña de declaración de la renta y le estaba entrando la congoja anual, casi en sintonía con los estornudos provocados por mi alergia de primavera. Todos los años es la misma historia: indagar en su cartera de acciones, extasiarme con sus rendimientos profesionales, envidiarle su mansión heredada en Zamora, sucumbir ante su "Madreperla" con diecisiete metros de eslora, insistentemente repetido, y su, su, su, su Es tan hipócrita que, ante mí, como coronación, no se corta un pelo y maldice su buena suerte sin escrúpulos. Es consecuencia de nuestros complejos.
«Primero los números, luego habrá tiempo para el vino» Le advierto, de primeras, recordando la anterior ocasión, en la que terminamos recitando al alba y a voz en grito rimas de Espronceda, al tiempo que orinábamos el preliminar Pesquera sobre la tapia de Isidoro. Lo que más me llamó la atención se me quedó grabado a fuego como una escena de vodevil eran sus risotadas intentando hacer alardes con su persistente surtidor: «A ver si llegas hasta aquí, capullo». No quiero entrar en disquisiciones sobre su comportamiento cuando está bebido tampoco sobre el mío, claro, pero "capullo" es su forma familiar de apelarme cuando quiere hacerme daño. Es consecuencia del alcohol.
La mesa de su despacho llena de expedientes con un acomodo un poco especial, el suyo. «No toques nada, no me lo desordenes» Me amenazó al primer gesto que hice por intentar hacer un hueco. «De acuerdo, ¿Pero dónde puedo sentarme?». Félix es así, un tipo ciclotímico, que lo mismo te da la vida que te asesina sin remordimientos. O lo quieres o lo odias, según las circunstancias, o ambas cosas a la vez, como me pasa a mí. «Ponte aquí, tendrás sitio de sobra». Es consecuencia de la confianza.
«La declaración de la renta se hace mejor en silencio y con música de Bach de fondo» Mi insinuación actuó como un resorte sobre su vanidad y obtuve los resultados deseados casi de inmediato a través de los altavoces de su excesivo equipo de música Bang&Olufsen: Concierto de Brandeburgo número 5, creo recordar. «Aquí tienes todos los movimientos de la cuenta de ingresos y los extractos de mi cartera de valores actualizada». Siempre me dio asco pensar cómo la suerte se congraciaba con un tipo como él, con remanente en el banco y con una mujer como Ángela en su vida. Uno diría que era un efecto colateral por ir de borde y de sobrado por el mundo. En cualquier caso, una auténtica injusticia. Es consecuencia de su buena estrella.
Los números no engañan, todo lo que toca Félix se convierte en incremento de su cuenta corriente o patrimonio. Así pues, después de decirle, con cierto regusto de venganza por mi parte, que le debía un pastizal a Hacienda, le ofrecí, ahora sí, mi gaznate para recoger su vino con delectación y en dosis no recomendables. «¿Tanto? No me jodas. Seguro que has omitido algo. Anda, repasa, que seguro que puedes bajar la cantidad». Sabía perfectamente que no me había equivocado en las operaciones, pero era su particular forma de mortificarme y sentirse superior. Es consecuencia de su mala leche.
Desde el instituto, todavía en pantalones cortos, aquel día de perros en el que nos encontramos, perdidos en medio del largo pasillo de mármol sin saber qué hacer ni dónde meternos, desde aquel primer acojonamiento compartido estamos unidos por unos lazos de amistad extrañamente vigorosos. Tampoco es que sea un mal tío: es como es. Bueno, a lo mejor estoy siendo un poco condescendiente y es un cabrón con pintas. Yo también tengo lo mío, pero eso debe contarlo él, si quiere, claro. Es consecuencia de conocernos.
«Te da a ingresar bastante. Más que el año pasado, incluso» Le confesé, saboreando el primer trago áspero del ribera del Duero. «Brindemos por la crisis» Sonrió burlón. «Anda, tira, que la noche es joven y tenemos que celebrarlo. Te lo has ganado, capullo». Es consecuencia de tener pasta.