Kabalcanty
Prêt à porter tristesse
La tristeza es una compañía tan llevadera, tan acomodadiza, que puede sentarse contigo y compartir unas tostadas con mantequilla y mermelada ante una humeante taza de café con leche como si tal cosa. Puede acurrucarse contigo en el sillón y compartir un melodrama sensiblero sin que notes siquiera el peso de su cabeza sobre tu hombro. Es sencilla y callada hasta en los instantes en que se te escapa una lágrima que ya no has podido reprimir. Al contrario de lo que piensan muchos, le apasiona cantar y recitar versos a dúo con la ventana de par en par para que lo sepan todos los vecinos. En ocasiones, creo que las menos, se enquista la desesperación en ella y convulsiona. Eso sí que puede ser un problema. Yo recuerdo que hace unos treinta años, la tristeza se me desesperó y aquello sí que me molestó muy mucho. Huyes sin saber de qué y odias sin saber a quién, un lío. Afortunadamente todo fue momentáneo, como suele pasarle casi siempre, y todo volvió a su cauce en un par de meses, es más, creo que la desesperación violentó de alguna manera el cambio de la tristeza a un sosiego más cotidiano y volvimos a compartir la sopa del cocido como colegas íntimos.
Los mercados, el poder financiero, el capital como se llamaba antes, los que más tienen y mueven el cotarro a su antojo haciéndonos creer que sólo es nuestra libertad quien lo hace, después de consumir y trajinar gran parte del contenido de la lámpara de Aladino han escarbado para hallar una caja llamada de Pandora. Esta caja está llena de catástrofes y males asoladores que esta vez, al contrario de cuando descubrieron la lámpara de Aladino, si que la han mostrado al resto de los mortales valiéndose de prensa, radio, televisión, cine... De los mensajes que dicen que descubrieron en tamaña caja se va amasando una tristeza que es muy diferente a la que he presentado antes, sobre todo porque no es de andar por casa. Es zafia, interesada, apenas prueba bocado y no sólo no duerme, sino que no deja dormir. Yo apenas la reconozco y eso, como he dicho, que la conozco casi desde siempre. Sus descubridores, unos señores que suelen llevar Rolex de oro a la muñeca, visten a quien les conduce el coche con uniforme y, para más señas, contratan para su servicio doméstico a sumisos sudamericanos de pocas palabras y, más que probablemente, mal pagados; bien, pues estos descubridores han decidido alarmar al mundo con una tristeza hecha a dentellada de buril, váyase a saber en qué sótano de mansión con piscina olímpica y colindante campo de golf. Las pretensiones de que se sepa su existencia las quieren perpetuar con una corriente política que incluya en su programa electoral medidas que la hagan fehaciente de una manera casi insoportable. Recortes de salarios y ayudas sociales, jubilaciones más largas, privatizaciones que menoscaben el servicio a la comunidad, cultura servil, trabajo cada vez más precario, bancos cada vez más poderosos... amenazas y más amenazas para que esa tristeza llegue a ser, por supuesto entre los que menos tienen o tienen menos que ellos, endémica y taladrante. Esta nunca se va a sentar con nosotros a desayunar, no, ni va a ducharse con una lágrima nuestra, tampoco; esta tristeza, lejos de andar en zapatillas, va a emborronarnos el presente y a encabronarnos siempre el futuro. Los noticieros nos hablarán de su presencia sibilina por activa y por pasiva, y los voceros la adularán como el nuevo becerro de oro para que siempre cuelgue, junto al gabán, en nuestro perchero. A nuestros hijos tratarán de inyectársela (la ciencia tecnócrata avanza que es una barbaridad) en el mejunje de la coca-cola o en las plantillas de las deportivas o entre las rastas más intrincadas, su fin será que el oxigeno contenga partículas de esa tristeza y penetre en nuestro cuerpo para seamos uno y trino, como diría mi padre.
Lo mejor de todo es que aún lo podemos escribir como si todas nuestras tristezas, las caseras, las que tienen pecas y eructan, hubiesen notado en esas presencias transgénicas un tufillo a colonia cara y una arruga de Armani y se hubiesen tumbado sobre el teclado del ordenador con los picores del sarampión.
Kabalcanty se tira del ala del sombrero hacia atrás y, prendiendo un pitillo, estira las piernas sobre la tapa de los fuegos de la cocina. La luz pixelada del portátil va delimitando nuestras sombras según va cayendo el último aliento de la tarde. ÿl espera mi respuesta. Yo observo oscurecerse el cielo enlatado entre las bocas de las chimeneas.
- Bueno pues bien. Guárdalo en la carpeta de "Pontevedraviva".
- Joder, parece que te cuesta hablar.
Me dice, con un cierto retintín que se le graba en la cara.
- Me largo a la calle -contesto, saliendo de la cocina- Si viene Ana le dices que no tardaré, pero que no me espere para cenar.
- Ya vas a pegarle a la birra, compañero.
He cogido al vuelo la cazadora del perchero y, como si mis piernas tuviesen ruedas, me he plantado en la calle.
Una noche apacible se confabula desde las farolas a medio encender hasta la última curva de la avenida. Me he puesto a andar hasta la tienda del chino. La tienda de repuestos de automóvil de al lado echa los cierres automáticos ante la mirada ansiosa de los dos dependientes.
Le compro al chino un bote de medio litro con la única moneda que tengo en el bolsillo. Al sentarme en uno de los bancos de la avenida veo pasar la bicicleta de una adolescente. Sus apretados senos sobre el maillot marcan una mancha de sudor. Se aleja devorando la cuesta al compás del vaivén de sus hombros. Luego bebo, paladeo el medio litro, hasta que no se me distingue en la oscuridad.