Manuel Pérez Lourido
A todo trapo
Tras llegar el otoño, aún se disfrutan algunos días grises pero de temperatura agradable, de esos que incitan a algunos representantes de la especie humana a dar la nota. Seres con la absurda manía de desplazarse en automóvil con las ventallinas bajadas y la música a todo trapo. Este primer párrafo ha salido así de largo de puro cabreo que traigo. Sin embargo, me pondré algún límite: me comprometo a no usar en ningún momento el sintagma "retrasado mental".
Vamos a describir el fenómeno: usted, solo o acompañado, transita por la calle pensando en las musarañas, a pesar de que ignora casi todo sobre las mismas, y de pronto algo lo arrebata de su ensimismamiento musarañesco con la fuerza de la coz de un borrico de talla XXL. Un coche, generalmente con aspecto reluciente, atrona el orbe con su megafonía. Emite ruidos infrahumanos disfrazados con ritmos machacones y obtusos, graves que hacen temblar el pavimento y una exhibición vocal sólo al alcance de unos pocos degenerados. Todos nos hemos preguntado alguna vez en la vida, o cientos, vaya, por qué la música que sale de estos vehículos es de una calidad asimilable a lo que suele denominarse un trozo de mierda pinchada en un palo. ¿Por qué jamás son aturdidos nuestros oídos con un aria de Verdi, un trozo de Let it be o un fragmento de Miles Davis?
La respuesta no flota en el viento. La respuesta es que los demenciados sujetos que manejan estos vehículos tienen el sentido musical absolutamente atrofiado. Tal pareciera que el acto de bajar las ventanas y subir el volumen fuese una forma inconsciente de pedir ayuda a los viandantes para lograr salir de tan supina ignorancia. Y a lo mejor lo es. Así, cuando nuestros oídos son sodomizados por me gusta el mueve, mueve deberíamos detener con una seña al vehículo violador y hacerle entrega a su conductor de un cedé de Bach para que se lo meta por el... perdón, he sufrido una bajada de azúcar al recordar la escena del último crimen perpetrado a través de mis orejas y me he venido abajo momentáneamente.
Sin embargo, todo lleva a pensar que este tipo de comportamiento procede de un elemento básico consustancial a la forma de ser de estas personas (me ha costado utilizar este último término, pero es evidente que me he recuperado). Y este elemento no es otro que la apasionada entrega de esas personas al mundo de lo hortera. Esta empecinada militancia en una forma de plantearse la existencia como un carrusel de ordinarieces sin fin, desde el aliño capilar hasta la ornamentación de la carrocería de sus vehículos, desde los cuellos de las camisas hasta el diseño de las gafas de sol, la coherencia entre continente y contenido es tan abrumadora que uno se queda indefenso y sobrecogido ante tamaña exhibición. Es que lo tienen tan claro que uno acaba hasta subyugado y a dos pasos del masoquismo. Pasos que es mejor no dar porque esa filosofía de vida es agotadora, exige una puesta al día constante y, sobre todo, juraría que produce una buena ración anual de resfriados y deterioro de los tímpanos.